TORQUEMADA EN EL PURGATORIO Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley. Serán furtivos los ejempla- res que no lleven el sello del autor. MADKLD.— Imp. Hijos de Tello, C. de San Francisco. 4. ^«bT^f B. PÉREZ GALDÓS TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 10.000 MADRID LIBRERÍA BE 70S SUCESORES DE HERNANDO CaV><» del Arenal, núm. 11.1 192C TORQUEMADA EN EL PURGATORIO PRIMERA PARTE í Cuenta el Licenciado Juan de Madrid, cro- nista tan diligente como malicioso de los Dichos y Hechos de D. Francisco Torquemada, que no menos de seis meses tardó Cruz del Águila en restablecer en su casa el esplendor de otros días, y en rodearse de sociedad honesta y grata, de- mostrando en esto, como en todas las cosas, su consumada discreción, para que no se dijera ¡cuidado! que pasaba con famélica prontitud de la miseria lacerante al buen comer y al visiteo alegre. Disiente de esta opinión otro cronista no menos grave, el Arcipreste Florián, autor de la Selva de Comilonas y Laberinto de Tertulias, que fija en el día de Reyes la primera comida de etiqueta que dieron las ilustres damas en su domicilio de la calle de Silva. Pero bien pudie- ra ser esto error de fecha, disculpable en quien á tan distintos comedores tenía que asistir por ley de su oficio, en el espacio de sol ásol. Y ve- mos corroborada la primera opinión en los eru- 6 B. PÉREZ GALDÓS ditísimos Avisos del Arte Culinario, del Maestro López de Buenafuente, el cual, tratando de un novísimo estilo de poner las perdices, sostiene que por primera vez se sacó á manteles este guisado en una cena que dieron los nobles seño- res de Torquemada, á los diez días del mes de Febrero del año tal de la reparación cristiana. No menos escrupuloso en las referencias histó- ricas se muestra el Cachidiablo que firma las Premáticas del Buen vestir, quien relatando unas suntuosas fiestas en la casa y jardines de los señores Marqueses de Real Armada, el día de Nuestra Señora de las Candelas, afirma que Fi- dela Torquemada lucía elegante atavío de color de orejones á medio pasar, con encajes de Bru- selas. Por esta y otras noticias,, tomadas en las mejores fuentes de información, se puede ase- gurar que hasta los seis meses largos de la boda, no empezaron las Aguilas á remontar su vuelo fuera del estrecho espacio á que su mísera suer- te por tanto tiempo las había reducido. Ni se necesita compulsar prolijamente los tratadistas más autorizados de cosas de salones, para adquirir la certidumbre de que las señoras del Aguila permanecieron algún tiempo en la obscuridad, como avergonzadas, después de su cambio de fortuna. Mieles no las cita hasta muy entrado Marzo, y el Pajecillo las nombra por primera vez enumerando las mesas de petitorio en Jueves Santo, en una de las más aristocráti- cas iglesias de esta Corte. Para encontrar noti- cias claras de épocas más próximas al casamien- TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 7 to, hay que recurrir al ya citado Juan de Ma- drid, uno de los más activos y al propio tiempo más guasones historiógrafos de la vida elegante, hombre tan incansable en el comer como en el describir opulentas mesas, y saraos espléndidos. Llevaba el tal un Centón en que apuntando iba todas las frases y modos de hablar que oía á don Francisco Torquemada (con quien trabó amistad por Donoso y el Marqués de Taramundi), y se- ñalaba con gran escrúpulo de fechas los progre- sos del transformado usurero en el arte de la conversación. Por los papeles del Licenciado sa- bemos que desde Noviembre decía D. Francisco á cada momento: asi se escride la historia, velis nolis, la ola revolucionaria, y seamos justos. Es- tas formas retóricas, absolutamente corrientes, las afeaba un mes después con nuevas adquisi- ciones de frases y términos no depurados, como reasumiendo, ínsulas, en el actual momento histó- rico, y el maquiavelismo, aplicado á cosas que nada tenían de maquiavélicas. Hacia fin de año se daba lustre el hombre corrigiendo con lima segura desatinos usados anteriormente, pues observaba y aprendía con pasmosa asimilación todo lo bueno que le entraba por los oídos, ad- quiriendo conceptos muy peregrinos, como: no tengo inconveniente en declarar... me atengo d la lógica de los hechos. Y si bien es cierto que la fal- ta de principios, como observa juiciosamente el Licenciado, le hacía meter la pata cuando mejor iba discurriendo, también lo es que su aplica- ción y el cuidado que ponía al apropiarse las for- 8 B. PÉREZ GkALDÓS mas locutorias, le llevaron en poco tiempo á rea- lizar verdaderas maravillas gramaticales, y á no hacer mal papel en tertulia de personas finas, algunas superiores á él por el nacimiento y la educación, pero que no le superaban en garbo para sostener cualquier manoseado tema de con- troversia, al alcance, como él decía, de las inte- ligencias más vulgares. Es punto incontrovertible que dejó pasar Cruz todo Septiembre y parte de Octubre, sin proponer á su hermano político reforma alguna en la disposición arquitectónica de la casa; pero llegó un día en que con toda la suavidad del mundo, sabiendo que ponía las primeras parale- las para un asedio formidable, lanzó la idea de derribar dos tabiques, con objeto de ampliar la sala haciéndola salón, y el comedor comedorón... Esta palabra empleó D. Francisco, amenizándo- la con burlas y cuchufletas; mas no se acobardó la dama, que al punto, con chispeante ingenio, hubo de contestar á su cuñado en esta forma: «No digo yo que seamos príncipes, ni sosten- go que nuestra casa sea el regio alcázar, como usted dice. Pero la modestia no quita á la como- didad, Sr. D. Francisco. Paso porque el come- dor sea hoy por hoy de capacidad suficiente. ¿Pero me garantiza usted que lo será mañana? — Si la familia aumentara, como tenemos de- recho á esperar, no digo que no. Venga más co- medor y yo seré el primero en agrandarlo cuan- to sea menester. Pero la sala... — La sala es simplemente absurda. Anoche, TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 9 cuando se juntaron los de Taramundi con los de Real Armada, y sus amigos de usted el bolsista y el cambiante de moneda, estábamos allí como sardinas en banasta. Inquieta y sofocadísima, yo aguardaba el momento en que alguno tuvie- ra que sentarse sobre las rodillas de otro. A us- ted le parecerá que esta estrechez es decorosa para un hombre á cuya casa vienen personas de la mejor sociedad. ¿Por mí qué me importa? No deseo más que vivir en un rincón, sin más trato que el de dos ó tres amigas íntimas... Pero us- ted, un hombre como usted, llamado á... II — ¿Llamado á qué? — preguntó Torquemada, manteniendo ante su boca, sin catarlo, el bizco cho mojado en chocolate, con lo cual dicho se está que en aquel momento se desayunaba.— ¿Llamado á qué? — volvió á decir, viendo que Cruz, sonriente, esquivaba la respuesta. —No digo nada, ni perderé el tiempo en de- mostrar lo que está bien á la vista, la insuficien- cia de esta habitación — manifestó la dama, que al dar vueltas alrededor de la ovalada mesa, afectaba no hallar fácil paso entre el aparador y la silla ocupada por D. Francisco. — Usted, como dueño de la casa, hará lo que guste. El día en que tengamos un convidado, que bien podría- mos tenerlo para corresponder á las finezas que 10 B. PEREZ GALDÓS otros gastan con nosotros, y quien dice un con- vidado, dice dos ó cuatro,... pues ese día tendré yo que comer en la cocina... No, no reírse. Ya sale usted con su tema de siempre: que yo exa jero, que yo... —Es usted la exageración personificada— repli- có el avaro, engulléndose otro bizcocho.— Y como yo blasono de ser el justo medio personifi- cado, pongo todas las cosas en su lugar, y reba- to sus argumentos por lo que toca al actual mo- mento histórico. Mañana no digo... — Lo que se ha de hacer mañana de prisa y corriendo, debe hacerse hoy, despacio — dijo la dama apoyando las manos en la mesa, á punto que el D. Francisco acababa de desayunarse. Ya sabía ella por dónde iba á salir en la réplica, y le esperó tranquila, con semblante de risueña con- fianza. — Mire usted, Crucita... Desde que me casé, vengo realizando... sí, esa es la palabra, realizan- do una serie de transacciones. Usted me propuso reformas que se daban de cachetes con mis cos- tumbres de toda la vida, por ejemplo... ¿Pero á qué es poner ejemplos ni verbigracias? Ello es que mi cuñada proponía y yo trinaba. Al fin he transigido, porque como dice muy bien nuestro amigo Donoso, vivir es transigir. He aceptado un poquito de lo que se me proponía, y usted cedía un ápice, ó dos ápices de sus pretensiones... El justo medio, vulgo prudencia. No dirán las señoras del Aguila que no he procurado hacer- les el gusto, desmintiéndome, como quien dice. TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 11 Por tener contenta á mi querida esposa y á us- ted, me privo de venir á comer en mangas de ca- misa, lo que era muy de mi gusto en días de calor. Se empeñaron después en traerme una cocine- ra de doce duros. ¡Qué barbaridad! ¡Ni que fué- ramos arzobispos! Pues transigí con admitir la que tenemos, ocho durazos, que si es verdad nos hace primores, bien pagada estaría con cien rea- les. Para que mi señora y la hermana de mi se- ñora no me alboroten, he dejado de comer sal- picón á última hora de la noche, antes de acos- tarme, porque, lo reconozco, no está bien que vaya delante de mí el olor de cebolla, abrién- dome camino como un batidor. Y reasumiendo: he transigido también con el lacayito ese para recados y limpiarme la ropa, aunque á decir verdad, días hay en que para evitarle reprimen- das al pobre chico, no sólo me limpio yo mi ro- pa, sino también la suya. Pero en fin, pase el chaval de los botones, que si no me equivoco, no presta servicios en consonancia con lo que consume. Yo lo observo todo, señora mía; suelo darme una vuelta por la cocina cuando está co- miendo la servidumbre, vulgo criados, y he vis- to que ese ángel de Dios se traga la ración de siete; amén del mal tercio que hace á la familia levantando de cascos á las criadas de casa, y ¡á las de toda la vecindad. En fin, ustedes lo quie- ren: sea. Adopto esta actitud para que no digan que soy la intransigencia personificada, y para cargarme de razón ahora, negándome, como me niego, al derribo de tabiques, etcétera... que eso 12 B. PÉREZ G ALDOS de estropear la finca va contra la lógica, contra el sentido común, y contra la conveniencia de propios y extraños. » Contestóle Cruz con gracejo, afectando su- misión á la primera autoridad de la familia, y se dirigió á la alcoba de su hermana, que no de- jaba el lecho hasta más tarde. Ambas charlaron alegremente de la misma materia, conviniendo en que aquello y aun más se conseguiría de don Francisco, esperando la ocasión favorable, como habían podido observar en el tiempo que lleva- ban de convivencia. Torquemada, después de darse un buen atracón de La Correspondencia de la mañana, se fué al lado de su esposa, periódico en mano, pisando con suavidad por evitar el ruido, y ladeándose la gorra de seda negra, para rascarse el cráneo. No tardó Cruz en acu- dir á despertar al ciego y llevarle el desayuno, y quedó el matrimonio solo, acostada ella, él paseándose en la alcoba. «¿Y qué tal? — le preguntó D. Francisco con cariño no afectado. — ¿Te sientes hoy más fuerte? — Me parece que sí. — Probarás á dar un paseito á pie... Yo, si te empeñas en darlo en coche, no me opongo, ¡cui- dado! Pero más te conviene salir de infantería con tu hermana. — A patita saldremos... — replicó la esposa. — Iremos á casa de las de Taramundi, y para la vuelta, ellas nos traerán en su berlina. De este modo te ahorras tú ese gasto. TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 13 Torquemada no chistó. Siempre que se enta- blaban discusiones sobre reformas que desnive- laran el bien estudiado presupuesto de D. Fran- cisco, Fidela se ponía de parte de él, bien por- que anhelara cumplir fielmente la ley de armo- nía matrimonial, bien porque con femenil ins- tinto, y casi sin saber lo que hacía, cultivara la fuerza en el campo de su propia debilidad, ce- diendo para triunfar, y retirándose para vencer. Esto es lo más probable, y casi por seguro lo da el historiador, añadiendo que no había sombra de malicia premeditada en aquella estrategia, obra pura de la naturaleza femenina, y de la si- tuación en que la joven del Aguila se encontra- ba. A los tres meses de matrimonio, no se había disipado en ella la impresión de los primeros días, esto es, que su nuevo estado era una libe- ración, un feliz término de la opresora miseria y humillante obscuridad de aquellos años mal- decidos. Casada, podía vestirse con decencia y asearse conforme á su educación, comer cuantas golosinas se le antojaran, salir de paseo, ver al- guna función de teatro, tener amigas y disfru- tar aquellos bienes de la vida que menos afec- tan al orden espiritual, Porque lo primero, des- pués de tan larga pobreza y ahogos, era respi- rar, nutrirse, restablecer las funciones animales y vegetativas. El contento del cambio de medio, favorable para la vida orgánica y un poco para la social, no le permitía ver los vacíos que aquel matrimonio pudiera determinar en su alma, va- cíos que incipientes existían ya, como las caver- 14 B. PÉREZ GALDÓS ñas pulmonares del tuberculoso, que apenas hacen padecer cuando empiezan ' á formarse. Debe añadirse que Fidela, con el largo padecer eu los mejores años de su vida, todo lo que ha- bía ganado en sutilezas de imaginación, habíalo perdido en delicadeza y sensibilidad, y no se 1 hallaba en disposición de apreciar exactamente la barbarie y prosaísmo de su cónyuge. Su lin- fatismo le permitía soportar lo que para otro temperamento habría sido insoportable, y su epidermis, en apariencia finísima, no era por dentro completamente sensible á la ruda costra del que, por compañero de vida, casa y lecho, le había dado la sociedad de acuerdo con la San- ta Iglesia. Cierto que á ratos creía enterarse va- gamente de aquellos vacíos ó cavernas que den- tro se le criaban; pero no hacía caso, ó movida de un instinto reparador (y va de instintos) de- fendíase de aquella molestia premonitoria, ¿con qué creeréis? con el mimo. Haciéndose más mi- mosa de lo que realmente era, fomentando en sí hábitos y remilgos infantiles, en lo cual no ha- cía más que aceptar los procedimientos de su hermana y de su marido, se curaba en salud de todo aquel mal probable ó posible de los vacíos. Era, pues, de casada, más golosa y caprichuda que de soltera; hacía muecas de niño llorón; en- redaba, variando de sitio las cosas fáciles de transportar; entretenía las horas con afectacio- nes de pereza que agrandaban su ingénita debi- lidad; afectaba también un cierto desdén de todo lo práctico, y horror á los trajines durosJ:de la TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 15 casa; extremaba el aseo hasta lo increíble, eter- nizándose en su tocador; ansiaba los perfumes, que eran una nueva golosina, no menos apeteci- da que los bombones con agridulce; gustaba de que su marido la tratase con extremados cariños, y ella le llamaba á él su borriquito, pasándole la mano por el lomo como á un perrazo doméstico y diciéndole: «Tor, Tor... aquí... fuera... ven... la pata... ¡dame la pata!» Y D. Francisco, por llevarle el genio, le daba la mano, que para aquellos casos (y pa- ra otros muchos) era pata, recibiendo el hom- bre muchísimo gusto de tan caprichoso estilo de afecto matrimonial. Aquella mañana no ocu- rrió nada de esto; charlaron un rato, encarecien- do ambos las delicias del pasear á pie, y por fin Fidela le dijo: «Por mí no necesitas poner co- che. No faltaba más. ¡Ese gasto por evitarme un poquito de cansancio...! No, no, no lo pienses Ahora, por tí, ya es otra cosa. No está bien que vayas á la Bolsa en clase de peatón. Desmereces, cree que desmereces entre los hombres de ne- gocios. Y no lo digo yo, lo dice mi hermana, que sabe más que tú... lo dice también Donoso. No me gusta que piensen de tí cosas malas, ni que te llamen cominero. Yo me^paso muy bien sin ese lujo: tú no puedes pasarte, porque en reali- dad no es lujo, sino necesidad. Hay cosas que son como el pan... Don Francisco no pudo contestarle porque le avisaron que le esperaba en su despacho el agente de Bolsa, y ¿allá se ¿fuéj presuroso, re- 16 B. PÉREZ GALDÓS volviendo en su caletre estas ó parecidas ideas: «¡El condenado cochecito! Al fin habrá que echarlo... velis nolis. No es idea, no, de esa pas- taflora de mi mujer, que jamás discurre nada tocante al aumento de gastos. La otra, la do- minanta, es la que quiere andar sobre ruedas. Ni qué falta me hace á mí ese armatoste, que... ahora que me acuerdo... se llama también ve- hículo. ¡Ah! si yo pudiera gastarlo, sin que esa despótica de Cruz lo catara!... Pero no, ¡fiales! tiene que ser para todos, y mi mujer la primera, sobre cojines muy blandos para que no se me estropee, maximé si hay sucesión... Porque, aun- que nada han dicho, yo, atento a la lógica del fe- nómeno^ me digo: sucesión tenemos.» III ¡Qué cosas hace Dios! En todo tenía una suerte loca aquel indino de Torquemada, y no ponía mano en ningún negocio que no le saliese como una seda, con limpias y seguras ganancias, como si se hubiese pasado la vida sembrando beneficios, y quisiera la Divina Pro- videncia recompensarle con largueza. ¿Por qué le favorecía la fortuna, habiendo sido tan viles sus medios de enriquecerse? ¿Y qué Providen- cia es ésta, que así entiende la lógica del fenó- meno, como por cosa muy distinta decía el ava- ro? Cualquiera desentraña la relación misteriosa TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 17 de la vida moral con la financiera ó de los ne- gocios, y esto de que las corrientes vayan á fe- cundar los suelos áridos en que no crece ni puede crecer la flor del bien. De aquí que la muchedumbre honrada y pobre crea que el di- nero es loco; de aquí que la santa religión /con- fundida ante la monstruosa inequidad con que se distribuye y encasilla el metal acuñado, y no sabiendo cómo consolarnos, nos consuela con el desprecio de las riquezas, que es para muchos consuelo de tontos. En fin, sépase que la previ- sora amistad del buen Donoso, había rodeado á D. Francisco de personas honradísimas que le ayudaran en el aumento de sus caudales El agente de Bolsa, de quien era comitente para la compra y venta de títulos, reunía á su pasmosa diligencia la probidad más acri- solada. Otros correveidiles que le proporcio- naban descuentos de pagarés, pignoraciones de valoresy negocios mil, sobre cuya limpieza na- die se habría atrevido á poner la mano en el fuego, eran de lo mejorcito de la clase. Verdad que ellos, con su buen olfato mercantil, com- prendieron desde el primer día que á Torque- mada no se le engañaba fácilmente, y en esto tal vez se afirmaba el cimiento de su moralidad; al paso que D. Francisco, hombre de grandísima perspicacia para aquellos tratos, les calaba los pensamientos antes que los revelara la palabra. De este conocimiento recíproco, de esta compe- netración de las voluntades, resultaba el acuer- do perfecto entre compinches, y el pingüe 2 18 B. PÉREZ GALDÓS fruto de¿las operaciones. Y aquí nos encontramos con un hecho que viene á dar explicación á las monstruosas dádivas de la suerte loca, y al contrasentido de que se enriquezcan los pillos. No hay que hablar tanto de la ciega fortuna, ni creer la pamplina de que ésta va y viene con los ojos vendados... ¡invención del simbolismo cursi! No es eso, no. Ni se debe admitir que la Providencia protegiera á Torquemada para hacer rabiar á tanto honrado sentimental y po- bretón. Era... las cosas claras, era que D. Fran- cisco poseía un talento de primer orden para los negocios, aptitud incubada en treinta años de aprendizaje usurario á la menuda, y des- arrollada después en más amplio terreno y en esfera vastísima. La educación de aquel talento había sido dura, en medio de privaciones y lu- chas horrendas con la humanidad precaria, de donde sacó el conocimiento profundísimo de las personas bajo el aspecto exclusivo de tener ó no tener, la paciencia, la apreciación clara del tanto por ciento, la limadura tenaz, y el cálcu- lo exquisito de la oportunidad. Estas cualidades, aplicadas luego á operaciones de mucha cuenta, se sutilizaron y adquirieron desarrollo formi- dable, como observaban Donoso y los demás amigos pudientes que se fueron agregando á la tertulia. Reconocíanle todos por un hombre sin cul- tura, ordinario y á veces brutalmente egoísta; pero al propio tiempo veían en él un magistral golpe de vista para los negocios, un tino segu- TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 19 rísimo que le daba incontestable autoridad de suerte que, teniéndose todos por gente de más valía en la vida general, en aquella rama espe- cialísima del toma y daca bajaban la cabeza ante el bárbaro, y le oían como á un padre de la Igle- sia... crematística. Ruiz Ochoa, los sobrinos de Arnáiz y otros que por Donoso se fueron intro- duciendo en la casa de la calle de Silva, platica- ban con el prestamista aparentando superiori- dad, pero realmente espiaban sus pensamientos para apropiárselos. Eran ellos los pastores, y Tor- quemada el cerdo que olfateando la tierra des- cubría las escondidas trufas, y allí donde le veían hociquear, negocio seguro. Pues, como digo, fué D. Francisco á su des- pacho, donde estuvo como un cuarto de hora dando instrucciones al agente de Bolsa, y volvió luego á engolfarse en los periódicos de la maña- na, lectura que le interesaba en aquella época, ofreciéndole verdaderas revelaciones en el orden intelectual, y abriendo horizontes inmensos ante su vista, hasta entonces fija en objetos si- tuados no más allá de sus narices. Leía con me- diano interés todo lo de política, viendo en ella, como es común en hombres aferrados á los nego- cios no más que una comedia inútil, sin más ob- jeto que proporcionar medro y satisfacciones de vanidad á unos cuantos centenares de personas; leía con profunda atención los telegramas, por- que todas aquellas cosas que en el extranjero pa- saban parecíanle de más fuste que las de por acá, y porque los nombres de Gladstone, Goschen, 20 B. PÉREZ GALDÓS Salisbury, Crispí, Caprivi, Bismarck, le sonaban á grande, revelando una raza de personajes de más circunstancias que los nuestros; se detenía con delectación en el relato de sucesos del día, crímenes, palos, escenas de amor y venganza, fugas de presos, escalos, entierros y funerales de personas de viso, estafas, descarrilamientos,inun- daciones, etcétera. Así se enteraba de todo, y de paso aprendía cláusulas nuevas y elegantes para irlas soltando en la conversación. Por lo que pasaba como gato sobre ascuas era por los artículos pertinentes á cosa de literatura y arte, porque allí sí que le estorbaba lo negro, es decir, que no entendía palotada, ni le entraba en la cabeza la razón de que tales monsergas se escribieran. Pero como veía que todo el mundo, en la conversación corriente, daba efectiva im- portancia á tales asuntos, él no decía jamás cosa alguna en descrédito de las artes liberales. Eso sí, a discreto no le ganaba nadie, en el nuevo or- den de cosas, y tenía el don inapreciable del si- lencio siempre que se tratara de algún asunto en que se sentía lego. Tan sólo daba su asenti- miento con monosílabos dejando adivinar una inteligencia reconcentrada, que no quiere pro- digarse. Para él hasta entonces, artistas eran los barberos, albañiles, cajistas de imprenta, y maestros de obra prima; y cuanclo vió que entre gente culta sólo eran verdaderos artistas los mú- sicos y danzantes, y algo también los que hacen versos y pintan monigotes, hizo mental propó- sito de enterarse detenidamente de todo aquel TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 21 fregado, para poder decir algo que le permitiera pasar por hombre de luces. Porque su amor pro- pio se fortalecía de hora en hora, y le sublevaba la idea de que le tuvieran por un ganso; de don- de resultó que últimamente dió en aplicarse á la lectura de los artículos de crítica que traían los periódicos, procurando sacar jugo de ellos, y sin duda habría pescado algo, si no tropezara á cada instante con multitud de términos cuyo sentido se le indigestaba. «¡Nales! — decía en cierta oc ¿ sión, — ¿qué querrá decir esto de clásico? ¡Vaya unos términos que se traen estos señores! Porque yo he oído decir el clásico puchero, la clásica mantilla; pero no se me alcanza que lo clásico, hablando de versos ó de comedias, tenga nada que ver con los garbanzos, ni con los encajes de Almagro. Es que estos tíos que nos sueltan aquí tales infundios sobre el más ó el menos de las cosas de literatura, hablan siempre en figurado, y el demonio que les entienda... ¿Pues y esto del romanticismo, qué será? ¿Con qué se come esto? También quisiera yo que me explicaran la emo- ción estética, aunque me figuro que es como dar- le á uno un soponcio. ¿Y qué significa realismo^ que aquí no es cosa del Rey, ni Cristo que lo fundó?» Por nada de este mundo se aventuraba á ex- poner sus dudas ante la autoridad de su esposa ó cuñada, pues temía que se le rieran en sus bar- bas, como una vez que le tentó el demonio, hallándose en una gran confusión, y fué y les dijo: «¿Qué significa secreciones?» ¡Dios, qué ri- 22 B. PÉREZ GALDÓS sas, qué chacota, y qué sofoco le hicieron pasar con sus ínsulas de personas ilustradas! Interrumpió la lectura para ir al cuarto de su mujer, resuelta á ponerla en planta, pues Que- vedito recomendaba que se combatiese en ella la pereza, favorecedora de su linfatismo; y cuan- do iba por el pasillo, oyó voces un poco altera- das que de la estancia próxima al salón venían. Era aquélla la habitación que ocupaba el ciego; y como á éste, comúnmente, no se le oía en la casa una palabra más alta que otra, siendo tal su laconismo que parecía haber perdido, con el de la vista, el uso de la palabra, alarmóse un tanto D. Francisco, y aplicó su oído á la puerta. Ma- yor que su alarma fué su asombro al sentir al ciego riendo con gran efusión, y ello debía ser por motivo impertinente, pues su hermana le reprendía con severidad, elevando el tono de su indignación tanto como él el de sus risotadas. No pudo el tacaño comprender de qué demo- nios provenía júbilo tan estrepitoso, porque el tal Rafaelito, desde la boda no se reía ni por muestra, y su cara era un puro responso, siem- pre mirando para su interior y oyéndose de ore- jas adentro. Torquemada se retiró (le la puerta, diciendo para sí: «Con buen humor amanece hoy el caballero de la Chancla y gran Duque de la Birria... Más vale así. Téngale Dios contento, y habrá paz.» TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 23 IV Es el caso que aquella mañana, al entrar Cruz en el cuarto de su hermano con el desayuno, no sólo le encontró despierto, sino sentado en el le- cho, pronto á vestirse solo, como hombre á quien llaman fuera de casa negocios urgentes. «Dame, dame pronto mi ropa — dijo á su herma- na.— ¿Te parece que es hora esta de empezar el día, cuando lo menos hace seis horas que ha sa- lido el sol? — ¿Tú qué sabes cuándo sale y cuándo entra el sol? — ¿Pues no he de saberlo? Oigo cantar los ga- llos... Y que no faltan gallos en esta vecindad. Yo mido el tiempo por esos relojes de la Natu- raleza, más seguros que los que hacen los hom- bres, y que siempre van atrasados. Y para ase- gurarme más, pongo atención á los carros de la mañana, á los pregones de verduleras y ropave- jeros, al afilador, al alcarreño de la miel, y por oirlo todo, oigo cuando echan el periódico por debajo de la puerta. — ¿De modo que no has dormido la mañana? — preguntóle su hermana con tierna solicitud, acariciándole. — Eso no me gusta, Rafael. Ya van muchos días así... ¿Para qué espoleas tu imaginación en las horas que debes dedicar al descanso? Tiempo tienes, de día, de hacer tus 24 B. PEREZ GALDÓS cálculos y entretenerte con los acertijos que á tí mismo te propones. — Cada uno vive á la hora que puede — re- plicó el ciego, volviendo á echarse en la cama; pero sin intenciones de recobrar el sueño per- dido.— Yo vivo conmigo á solas, en el silen- cio de la mañana obscura, mejor que con vos- otras en el ruido de la tarde, entre visitas que me aburren y algún relincho del búfalo salvaje que anda por ahí. — Ea, ya empiezas — indicó la dama amosta- zándose.— A desayunarse pronto. La debilidad te desvanece un poquito la cabeza, y te la des- moraliza, insubordinando los malos pensamien- tos y reprimiendo los buenos. ¿Qué tal la figu- ra? Tómate tu chocolatito, y verás cómo te vuel- ves humano, indulgente, razonable... y desapa- rece de tu cabeza la cólera vil, la injusticia y el odio á personas que no te han hecho ningún daño. —Bueno, hija, bueno — dijo el ciego incorpo- rándose de nuevo y empezando á reir. — Venga ese chocolate que, según tú, restablecerá en mi cabeza la disciplina militar, digo, intelectual. Es gracioso. — ¿Por qué te ríes? Toma, porque estoy contento. — ¿Contento tú? — ¿Ahora salimos con eso? ¡Pues, hija!. ..Cua- tro meses hace que me estáis sermoneando por mi tristeza, porque no hablo, porque no me en- tran ganas de reir, porque no me divierto con TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 25 las mil farsas que inventáis para distraerme. Va- mos que me tenéis loco... «Rafael, ríete; Rafael, ponte de buen humor.» Y ahora que la alegría me retoza en el alma y se me sale por ojos y boca, me riñes. ¿En qué quedamos? — Yo no te riño. Me sorprendo de esa alegría desenfrenada, que no es natural, Rafael; vamos, que no es verdadera alegría. — Yo te juro que sí; que en este momento me siento feliz, que me gustaría verte reir conmigo. — Pues díme la causa de esa alegría. ¿Es al- guna idea original, algo que has pensado?... ¿Ó te ríes mecánicamente nada más? — ¡Mecánicamente! No, hija de mi alma. La alegría no es una cosa á la cual se da cuerd?, como á los relojes. La alegría nace en el alma, y se nos manifiesta por esta vibración de los músculos del rostro, por esta... no sé cómo de- cirlo... Vaya, me tomaré el chocolate, para que no te enfades... — Pero contén la risa un momentito, y no me tengas aquí con la bandeja en una mano y la rebanada de pan en otra... —Sí; reconozco que es conveniente alimen- tarse; más que coiwen'ente, necesario. ¿Ves? Ya no rae río... ¿Ves? Ya como. De veras que tengo apetito... Pues... querida hermana, la alegría es una bendición de Dios. Cuando nace de nosotros mismos, es que algún ángel se aposenta en nuestro interior. Generalmente, después de una noche de insomnio, nos levantamos con un hu- 26 B. PÉREZ GALDÓS mor del diablo. ¿Por qué me pasa á mí lo con- trario-no habiendo pegado los ojos?... Tú no en- tiendes esto ni lo entenderás si yo no te lo ex- plico. Estoy alegre porque... Antes debo decirte que paso mis madrugadas calculando las proba- bilidades del porvenir, entretenimiento muy divertido... ¿Ves? Ya he concluido el chocolate. Ahora venga el vaso de leche .. Riquísima... Bueno, pues para calcular el porvenir, cojo yo las figuras humanas, cojo los hechos pasados, los coloco en el tablero, los hago avanzar conforme á las leyes de la lógica... — Hijo mío, ¿quieres- hacerme el favor de no marearte con esas simplezas? — dijo la dama, asustada de aquel desbarajuste cerebral. — Veo que no se te debe dejar solo, ni aun de noche. Es preciso que te acompañe siempre una per- sona, que en las horas de insomnio te^hable, te entretenga, te cuente cuentos... — Tonta, más que tonta. Si nadie me entre- tiene como yo mismo, y no hay, no puede ha- ber cuentos más salados que los que yo me cuento á mí propio. ¿Quieres oir uno? Verás. En un reino muy distante, éranse dos pobres hormigas, hermanas... Vivían en un agujerito... — Cállate: me incomodan tus cuentos... Será preciso que yo te acompañe de noche, aunque no duerma. — Me ayudarías á calcular el porvenir, y cuando llegáramos al descubrimiento de verda- des tan graciosas como las que yo he descubier- to esta noche, nos reiríamos juntos. No, no te TORQUEMADA EN EL PURGATORIO í¿7 enfades porque me ría. Me sale de muy adentro este gozo para que pueda contenerlo. Cuando uno ríe fuerte, se saltan las lágrimas, y como yo nunca lloro, tengo en mí una cantidad de llanto que ya lo quisieran más de cuatro para un día de duelo... Deja, deja que me ría mu- cho, porque si no reviento. — Basta, Rafael — dijo la dama creyendo que debía mostrar severidad. — Pareces un niño. ¿Acaso te burlas de mí? —Debiera burlarme, pero no me burlo. Te quiero, te respeto, porque eres mi hermana, y te interesas por mí; y aunque has hecho cosas que no son de mi agrado, reconozco oue no eres mala, y te compadezco... sí, no te rías tú ahora... te compadezco porque sé que Dios te ha de castigar, que has de padecer horriblemente. — ¿Yo? ¡Dios mío! — exclamó la noble dama con súbito espanto. — Porque la lógica es lógica, y lo que tú has hecho tendrá su merecido, no en la otra vida, sino en ésta, pues no siendo bastante mala para irte al infierno, aquí, aquí has de purgar tus culpas. — ¡Ayl Tú no estás bueno. ¡Pobrecito mío!... ¡Yo culpas, yo castigada por Dios!... Ya vuelves a tu tema. La mártir, la esclava del deber, la que ha luchado como leona para defenderos de la miseria, castigada .. ¿por qué? poruña buena obra. ¿Ha dicho Dios que es malo hacer el bien, y librar de la muerte á las criaturas?... ¡Bah!... Ya no te ríes... ¡Qué serio te has puesto!... Es 28 B. PÉREZ GALDÓS que una razón mía basta para hacerte recobrar la tuya. — Me he puesto serio, porque pienso ahora una cosa muy triste. Pero dejémosla... Volvien- do á lo que hablábamos antes y al motivo de mi risa, tengo que advertirte que ya no me oi- rás vituperar á tu ilustre cuñado, no digo mío, porque mío no lo es. No pronunciaré contra él palabra ninguna ofensiva, porque cómo su pan, comemos su pan, y sería indigno que le insul- táramos después que nos mantiene el pico. Los infames somos nosotros, yo más que tú, porque me las echaba de inflexible y de mantenedor caballeresco de la dignidad, pero al fin, ¡qué oprobio! disculpándome con mi ceguera, he concluido por aceptar del marido de mi herma- na la hospitalidad, y esta bazofia que me dáis, y la llamo bazofia con perdón de la cocinera, por- que sólo moralmente, ¿entiendes? moralmente, es la comida de esta casa como la sopa boba que en un caldero, del tamaño de hoy y mañana, se da á los pobres mendigos á la puerta de los con- ventos... Con que ya ves... No le vitupero, y cuando me reía, no me reía de él ni de sus gan- sadas, que tú vas corrigiendo para que no te ponga en ridículo... porque ese hombre acabará por hablar como las personas; de tal modo se aplica y atiende á tus enseñanzas; digo que no me río de él, ni tampoco de tí, sino de mí, de mí mismo... Y ahora me entra la risa otra vez: sujotame... Bueno, pues me río á mis anchas, y riéndome te aseguro que he calado el porvenir... TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 29 y veo, claro como la luz del alma, única que á mí me alumbra..., veo que transigiendo, transi- giendo y abandonándome á los hechos, sacerdo- te de la santa inercia, acabaré por conformarme con la opulencia infamante de esta vida, por hacer mangas y capirotes de la dignidad... Si esto rio es cómico, altamente cómico, es que la gracia ha huido de nuestro planeta. ¡Yo confor- me con esta deshonra, yo viéndoos en tanta vi- leza, y creyéndola no sólo irremediable, sino hasta natural y necesaria! ¡Yo vencido al fin de la costumbre y hecho á la envenenada atmósfe- ra que respiráis vosotras! Confiésame, querida hermana, que ésto es para morirse de risa, y si conmigo no te alegras ahora será porque tu al- ma es insensible al humorismo, entendido en su verdadera acepción, no en la que le dió tu cu- ñadito el otro día, cuando se quejaba del mucho humorismo de la chimenea.» Llegaron á su punto culminante las risotadas, en esta parte de la escena, y en tal momento fué cuando Torquemada oyó desde fuera el al- boroto. V «No se te puede tolerar que hables de esa ma- nera— dijo la hermana mayor, disimulando la zozobra que aquel descompuesto reir iba levan- tando en su alma. — Nunca he visto en tí ese hu- 30 B. PÉREZ GALBOS mor de chacota, ni esas payasadas de mal gusto, Rafael. No te conozco. — De algún modo se había de revelar en mí la metamorfosis de toda la familia. Tú te has transformado por lo serio, yo por lo festivo. Al fin seremos todos grotescos, más grotescos que él, pues tú conseguirás retocarle y darle bar- niz... Pues sí, me levantaré: dame mi ropa... Digo que la sociedad concluirá por ver en él un hombre de cierto mérito, un tipo de esos que llaman serios, y en nosotros unos pobres cursis, que por hambre hacen el mamarracho. — No sé cómo te oigo... Debiera darte azotes como á un niño mañoso... Toma, vístete; lá- vate con agua fría para que se te despeje la ca- beza. — A eso voy — replicó el ciego, ya en pie y disponiéndose á refrescar su cráneo en la jofai- na.— Y puesto que no tiene ya remedio, hay que aceptar los hechos consumados, y meternos hasta el cuello en la inmundicia que tu... vamos, que la fatalidad nos ha traído á casa. Ya ves que no me río, aunque ganas, no me faltan... Te ha- blaré seriamente, contra lo que pide lo jocoso del psunto... Y de esto dan fe las inflexiones de sátira que se notan... ¿no las has notado?... que se notan, digo, en el acento de todas las perso- nas que han vuelto á entablar amistad con nos- otros, después del paréntesis de desgracia. — Yo no he notado eso — afirmó Cruz resuel- tamente;— y no hay tal sátira más que en tu descarriada imaginación. TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 31 — Es que á tí te deslumhran los destellos de esta opulencia de similor, y no ves la verdad de la opinión social. Yo, ciego, la veo mejor que tú. En fin, déjame que me fregotee un poco la cara y la cabeza, y te diré una cosa que ha de pasmarte. — Lo mejor sería que te callaras, Rafael, y no me enloquecieras juzgando de un modo tan ab- surdo los hechos más naturales de la vida... To- ma la tohalla. Sécate bien... Ahora te sientas, y te peinaré. — Pues quería decirte... Se me ha despejado la cabeza; pero es el caso que ahora me retoza otra vez la risa, y necesito contenerme para no estallar... Quería decirte que cuando se pierde la vergüenza, como la hemos perdido nosotros... — ¡Rafael, por amor de Dios...! —Digo que lo mejor es perderla toda de una vez, arrancarse del alma ese estorbo, y afrontar á cara descubierta el hecho infamante... Cuando más, debe usarse en la cara el colorete de las buenas formas, una vez perdido el santo rubor que distingue las personas dignas de las que no lo son... (Conteniendo la risa J Tú, autora de todo esto, debes ir ya hasta el fin. No te detengas á medio éxito. Fuera escrúpulos, fuera delicade- zas que ya resultarían afectadas. ¿No has con- seguido aún que el amo os dé coche para salir publicando por calles y paseos la venta que ha- béis hecho de...? ¡Oh! no me tires del pelo. Me- haces daño, — Es que me pones nerviosa... ¡Pobre sér de- 32 B. PÉREZ GALDÓS licado y enfermo, á quien no se puede aplicar el correctivo de una azotaina! — Decía que la venta... Bueno: retiro la pala- bra. ¡Ay!... Ello es que harás muy bien en son- sacarle el gasto del coche. El otro, mascando las palabras finas con las ordinarias, tascará el freno que tú le pones con tu talento y tu auto- ridad. A cambio de la representación social con que alimentas su orgullo de pavo... no digo de pavo real, sino de pavo común, de ese que por Navidad se engorda con nueces enteras, ... á cambio de la representación social, él te dará cuanto le pidas, renegando, eso sí, porque tiene la avaricia metida en los huesos y en el alma; pero cederá, como tú sepas trastearlo, y ¡vaya si sabes! Y conseguirás el abono en el Real y en la Comedia, y las reuniones y comidas en deter- minados días de la semana. Hartaos de riqueza, de lujo, de vanidad, de toda esa bazofia que ha venido á sustituir el regalo fino de los senti- mientos puros y nobles. ¡Que os pague en lo que valéis, que no descanse en sus arcas una so- la peseta de las que continuamente trae á ellas el negocio, sucio como alma de condenado! Apenas entre la santa peseta, escamoteadla vos- otras, para gastarla en trapos, comistrajes, di- versiones públicas y privadas, objetos artísticos, muebles de lujo. Duro en él, á ver si revienta y os quedáis dueñas de todo, que esa sería vues- tra jugada. — Rafael, ya no más— dijo la dama vibrando de cólera. — He oído tus disparates con mi santa TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 33 paciencia; pero ésta se agota ya. Td la crees inagotable; por eso abusas... Pero no lo es, no lo es. Ya no puedo acompañarte más. Pinto acaba- rá de vestirte... (Llamando.) Pinto... chiquillo... ¿Qué haces?» Acudió al instante el lacayito, cargado de ropa que el sastre acababa de traer. «Estaba recogiendo el traje nuevo del seño- rito Rafael. El sastre dice que quiere vérselo puesto. * — Pues que pase. (A Rafael.) Ya tienes entre- tenimiento para un rato. Volveré á verte vesti- do, y como alguna prenda no esté bien, se le de- vuelve para que la reforme. (Al sastre.) Pase usted, Balboa... Hay que probar todo. Ya sabe usted que este caballero es muy escrupuloso y exigente para la ropa. Conserva el sentido del buen corte y del ajuste, como si pudiera apre- ciarlos por la vista. (Á Pinto.) Anda, ¿qué haces? Quítale el pantalón. —Sí, Sr. Vasco Núñez de Balboa — dijo Ra- fael tocado otra vez de su jocosidad nerviosa. — Me basta ponerme una prenda, para conocer por el tacto, por el roce de la tela, hasta las me- nores imperfecciones de la hechura. Con que... á mí no me traiga usted chapucerías fiándose de mi ceguera. Venga el pantalón... Y á propó- sito, amigo Balboa: mi hermana y yo hablába- mos ahora... ¿Se ha ido mi hermana? — Aquí estoy, hombre... Ese pantalón me pa- rece que va muy bien. —No está mal. Pues decía que necesito más 3 34 B. PÉREZ GALDÓS trapo, Sr. Balboa. Otro terno de entretiempo, un gabán como el que lleva Morentín, ¿sabe usted? y tres ó cuatro pantalones de verano, li- geros. ¿Qué dice mi señora hermana? —¿Yo? nada. — Me pareció que protestabas de esta pasión mía de la ropa buena y abundante... Pues te digo que algo me ha de tocar á mí del cambio de fortuna... Y te digo más: quiero un frac... ¿Que para qué lo necesito? Yo me entiendo. Ne- cesito un frac. — ¡Jesús! — Ya lo sabe usted, Vasco Ndñez... ¿Se ha ido mi hermana? — Aquí estoy... y está conmigo toda mi pa- ciencia. — Me alegro mucho. La míase ha evaporado, llevándose otra cosa qus no quiero nombrar. Y * IX Al anochecer, encendidas las luces, Serrano Morentín buscaba junto á Fidela, en el gabine- te de ésta, la compensación de la horrorosa tar- de que su amigo le había dado. Bien se merecía, 58 B. PÉREZ GALDÓS después de aquel martirio, el goce de un ratito de conversación con la señora de Torquemada, afable con él como con todo el mundo, mujer que poseía, entre otros encantos, el de un cierta mimo infantil ó candoroso abandono de la vo- luntad, que armonizaba muy bien con su deli- cada figura, con su rostro de porcelana descolo- rida y transparente. «¿Qué me ha mandado usted aquí? — dijo des- envolviendo un paquete de libros que había re- cibido por la mañana, — Pues véalo usted. Es lo único que hay por ahora. Novelas francesas y españolas. Lee usted muy á prisa, y para tenerla bien surtida, será preciso triplicar la producción del género en España y en Francia.» En efecto, su ingénita afición á las golosinan tomaba en el orden espiritual la forma de gus- to de las novelas. Después de casada, sin tener ninguna ocupación en el hogar doméstico, pues su hermana y esposo la querían absolutamente holgazana, se redobló su antigua querencia da la lectura narrativa. Leía todo, lo bueno y lo malo, sin hacer distinciones muy radicales, de- vorando lo mismo las obras de enredo que las analíticas, pasionales ó de caracteres. Leía ve- lozmente, á veces interpretando con fugaz mi- rada páginas y más páginas, sin que dejara de recoger toda la substancia de lo que contenían. Comunmente se enteraba del desenlace antes de llegar al fin, y si este no le ofrecía en su trami- tación alguna novedad, no terminaba el libro^ TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 59 Lo más extraño de su ardiente afición era que dividía en dos campos absolutamente distintos la vida real y la novela; es decir, que las nove- las, aun las de estructura naturalista, consti- tuían un mundo figurado, convencional, obra de los forjadores de cosas supuestas, mentirosas y fantásticas, sin que por eso dejaran de ser bo- nitas alguna vez, y de parecerse remotamente- á la verdad. Entre las novelas que más tiraban á lo verdadero, y la verdad de la vida, veía siempre Fidela un abismo. Hablando de esto un día con Morentín, el cual, por su cultura en cierto modo profesional, oficiaba de oráculo allí donde no había quien le superase, sostuvo la dama una tesis que el oráculo celebró como idea crítica de primer orden. «Así como en pintu- ra—había dicho ella', — no debe haber más que retratos, y todo lo que no sea retratos es pintu- ra secundaria, en literatura no debe haber más que Memorias, es decir, relaciones de lo que le ha pasado al que escribe. De mí sé decir que cuando veo un buen retrato de mano de maes- tro, me quedo extática, y cuando leo Memorias, aunque sean tan pesadas y tan llenas de fatuidad como las de Ultratumba^ no sé dejar el libro de las manos. —Muy bien. Pero dígame usted, Fidela. En música, ¿qué encuentra usted que pueda ser equivalente á los retratos y á las Memorias? — ¿En música... qué sé yo? No haga usted caso de mí, que soy una ignorante... Pues, en música..., la de los pájaros.» 60 B. PÉREZ GrALDÓS Aquella tarde¿ mejor será decir aquella noche, después que se enteró de los títulos de las no- velas, y cuando Morentín le encarecía, siguien- do la moda á la sazón dominante, la obra últi- ma de un autor ruso, Fidela cortó bruscamente la perorata del joven ilustrado, interrogándole de este modo: «Dígame, Morentín... ¿qué le parece á usted de nuestro pobre Rafael? — Pienso, amiga mía, que sus nervios no son un modelo de subordinación, que mientras viva en esta casa, viendo, digo mal, sintiendo junto á sí á personas que... — Basta... Es mucha manía la de mi hermano. Mi marido le trata con las mayores deferencias. No merece, no, esa antipatía, que ya toca en aborrecimiento. — No toca, excede al mayor aborrecimiento: digamos las cosas claras. —Pero usted, hombre de Dios, usted, que es su amigo, y tiene sobre él un cierto ascendien- te, debe inculcarle... — Si le inculco todo lo inculcable, y le sermo- neo, y le regaño... y como si nada... Su marido de usted es un hombre bueno... en el fondo. ¿No es eso? Pues yo se lo digo en todos los tonos. ¡Vamos, que si D. Francisco oyera los panegíri- cos que yo le hago, y tuviera que pagármelos en alguna forma...! No, lo que es en moneda no pretendería yo que me los pagase... — Ni usted lo necesita. Es usted más rico que nosotros. TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 61 — ¿Más rico yo?... Aunque usted me lo jure, yo no he de creerlo... Mi riqueza consiste en la conformidad con lo que tengo, en la falta de ambición, en las poquitas ideas que he podido juntar, leyendo algo y viviendo algos... en fin, que espiritualmente, mis capitales no son de despreciar, amiga mía. — ¿Acaso los he despreciado yo? — Usted, sí. ¿No me decía el sábado que vivo apegado á las cosas materiales...? — No dije eso. Tiene usted mala memoria. — ¿Pero lo que usted dice, aunque lo diga en broma, se puede olvidar? — No tergiversarme las cuestiones, ea! Dije que usted desconoce la escuela del sufrimiento, y que cuando no se hajseguido esa carrera, ami- go mío, que es dura, penosísima, y en ella se ganan los grados con sangre y lágrimas, no se adquiere la ciencia del espíritu. — Justo; y añadió usted que yo, mimado de la fortuna, y sin conocer el dolor más que de oídas, soy un magnífico animal... — ¡Jesús! — No, no se vuelva usted atrás... — Sí, dije animal; pero en el sentido de... — No hay sentido que valga. Usted dijo que soy un animal. — Quise decir... {Riendo.) ¡Pero qué hombre éste! Animal es lo que no tiene alma. — Precisamente es lo contrario... a ... ni... mal9 con ánima, con alma. — ¿Eso quiere decir? Pues ¡ay! me vuelvo 62 B. PÉREZ G ALDOS atrás, me retracto, retiro la palabra. ¡Pero qué desatinos digo, Morentín! Usted no me hace caso ¿verdad? — Si no me pico, si por el contrario, me agra- da que usted me llene de injurias... Y volvien- do á la orden del día, ¿de dónde saca usted que yo no conozco el dolor? — No me he referido al de muelas. — El dolor moral, del alma... — ¿Usted?... ¡Infeliz, y cómo desvanece la ig- norancia! ¿Qué sabe usted lo que es eso? ¿Que calamidades ha sufrido usted, qué pérdida de seres queridos, qué humillaciones, qué vergüen- zas? ¿Qué sacrificios ha hecho, ni qué cálices • amargos ha tenido que echarse al coleto? — Todo es relativo, amiga mía. Cierto que si me comparo con usted, no hay caso. Por eso es usted una criatura excelsa, superior, y yo un triste principiante. Bien sé que todavía, por lo poquito que voy aprendiendo en esa escuela, no soy, como la persona que me escucha, digno de admiración, de veneración... — Sí, sí, écheme usted bastante incienso, que bien me lo merezco. — Quien ha pasado por pruebas tan horroro- sas, quien ha sabido acrisolar su voluntad en el martirio primero, en el sacrificio después, bien merece reinar en el corazón de todos los que aman lo bueno. — Más, más humo. Me gusta la lisonja, mejor dicho, el homenaje razonado y justo. — Y tan justo como es en el caso presente. TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 63 — Y otra cosa le voy á decir á usted, porque yo soy muy clara, y digo todo lo que pienso. ¿No le parece á usted que la modestia es una grandísima tontería? — ¡La modestia!... (Desconcertado.) ¿Por qué lo dice usted? — Porque yo arrojo esa careta estúpida de la modestia para poder decir... vamos, ¿lo digo?... paia poder afirmar que soy una mujer de mu- chísimo mérito... ¡Ay, cómo se reirá usted de mí, Morentín!... No me haga usted caso. — ¡Reírme!... Usted, como sér superior, está, en efecto, relevada de tener m&d^stia, esa gala de las medianías, que viene á ser como un uni- forme de colegio... Sí, sea usted inmodesta, y proclame su extraordinario mérito, que aquí es- tamos los fieles para decir á todo amén, como lo digo yo, y para salir por esos mundos decla- rando á voz en grito que debemos adorarla á usted por su perfección espiritual, por su maes- tría en el sufrimiento, y por su belleza incom- parable. — Mire usted — dijo Fidela echándose á reir con gracejo, — no me ofendo porque me llamen hermosa. Más claro, ninguna se ofende, pero otras disimulan su gozo con dengues y mone- rías, que impone esa picara modestia. Yo no: sé que soy bonita... ¡Ah! no me haga usted caso. Bien dice mi hermana que soy una chicuela... Pues sí soy bonita, no un prodigio de hermosu- ra, eso no... — Eso sí. Hermosa sobre todo encarecimiento, 64 B. PÉREZ G ALDOS de un tipo tan distinguido, y tan aristocrá- tico... — ¿Verdad que sí? — Como que no lo hay semejante ni aun pa- recido en Madrid. — ¿Verdad que no?... ¡Pero qué cosas digo! No me haga usted caso. — Por todas esas prendas del alma y del cuer- po, y por otras muchas que usted no manifiesta r con exquisito pudor de la voluntad, merece us- ted, Fidela, ser la persona más feliz del mundo. ¿Para quién es la felicidad, ñ no es para usted? — ¿Y quien le dice al Sr. Morentín, que no ha de ser para mí? ¿Cree que no me la he ganado bien? — La tiene usted merecida, y ganada... en principio; pero aún no la posee. — ¿Y quien se lo ha dicho á usted? — Me lo digo yo, que lo sé. — Usted no sabe nada... Bah, perdida ya la vergüenza, le voy á decir otra cosa, Morentín* —¿Qué? —Que yo tengo mucho talento. — Noticia fresca. — Más talento que usted, pero mucho más. — Infinitamente más. ¡Vaya por Dios!... Como que es usted capaz, con tantas perfecciones, de volver loco á todo el género humano, y á mí para estrenarse. — Pues siguiendo usted cuerdo un poco tiem- po más, podrá reconocer que no sabe en qué consiste la felicidad. • m TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 65 — Enséñemelo usted, pues por maestra la pro- clamo. Bien sé yo en qué puede consistir la fe- licidad para mí. ¿Se lo digo? — No, porque podría usted decir algo contra- rio á lo que constituye la felicidad para mL — ¿Usted qué sabe, si no lo he dicho todavía? Y sobre todo, ¿á usted qué le importa que mis ideas sobre la felicidad sean un disparate? Figú- rese usted que...» Cortó bruscamente la cláusula el ruido de un pisar lento y pesadote, de calzado chillón sobre las alfombras. Y hé aquí que entra Torquemada en el gabinete, diciendo: «Hola, Morentinito... Bien ¿y en casa?... Me alegro de verle.» X «No tanto como yo de verle á usted. Ya le echábamos de menos, y yo le decía á su esposa que los negocios le han entretenido á usted hoy fuera de casa más que dé costumbre. — En seguida comemos... ¿Y tú qué tal? Has hecho bien en no salir á paseo. Un día infernah Me he constipado. Antes, andaba todo el día de ceca en meca aguantando fríos y calores conside- rables, y no me acatarraba nunca. Ahora, en esta vida de estufas y gabanes, con el chanclo y el paraguas, siempre está uno con el moco col- gando... Pues estuve en casa de usted, Morentín. Tenía que ver á D. Juan. 5 66 B. PÉREZ GALDÓS — Creo que papá vendrá esta noche. — Me alegro. Tenemos que evacuar un asun- tillo... No hay más remedio que buscar con can- dil los buenos negocios, porque las necesidades crecen como la espuma, y en esta vida... ¡de mar- queses! cada satisfacción cuesta un ojo de la cara... — Pues á ganar mucho dinero, Tor, pero mu- cho— dijo Fidela con alegre semblante.— Me de- claro apasionada del vil metal, y lo defiendo contra los sentimentales, como este Morentín, que está por lo espiritual y etéreo... ¡Los intere- ses materiales... qué asco!... Pues yo me paso al campo del sórdido positivismo, sí señor, y me vuelvo muy judía, muy tacaña, muy apegada al ochavo, y más al centén, y sobre todo al bi- llete de mil pesetas, que es mi delicia. — ¡Graciosísima! — decía Morentín, contem- plando la cara extática de D. Francisco. — Con que ya lo sabes, Tor — prosiguió la dama. — Tráeme á casa mucha platita, orito en abundancia, y resmas de billetes, no para gas- tarlos en vanidades, sino para guardar... ¡Qué gusto! Morentín, no se ría usted; digo lo que siento. Anoche soñó que jugaba con mis muñe- cas, y que les ponía una casa de cambio... En- traban las muñecas á cambiar billetes, y la mu- ñeca que dice papa y mama, cambiaba, descon- tando el veintisiete por ciento en la plata, y el ochenta y dos en el oro. — ¡Así, así!— exclamó Torquemada, partién- dose de risa. — Eso es limar para dentro, á lo pla- tero, considerablemente, y barrer para casa. TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 67 Durante la comida, á la que concurrió tam- bién Donoso, estuvo D. Francisco de buen tem- ple, decidor y festivo. «Como Donoso y Morentín son de confianza — dijo al segundo ó tercer plato, — puedo mani- festar que este principio ó lo que sea... Cruz, ¿cómo se llama esto? — Relevé de cordero á la... romana. — Pues por ser á la romana, yo se lo manda- ría al Nuncio, y á esa cocinera de mil demonios, la pondría yo en la calle. Si esto no es más que huesos. — Tonto, se chupan — dijo Fidela, — y están riquísimos. — El chupar digo yo que no es meramente para principio, ea... En fin, tengamos pacien- cia... Pues señor, como iba diciendo... — Á ver, á ver: cuéntanos el sablazo que te han dado hoy. — ¿Hoy también sablazo? — dijo Donoso. — Ya se sabe: es el mal de la época. Vivimos en ple- na mendicidad. — El sablazo es la forma incipiente del colec- tivismo— opinó Morentín. — Estamos ahora en la época del martirio, de las catacumbas. Ven- drá luego el reconocimiento del derecho á pedir, de la obligación de dar, la ley protegerá el por- dioseo, y triunfará el principio del todo para todos. — Ese principio ya está sobre el tapete — dijo Torquemada, — y á este paso, pronto no habrá otra manera de vivir que el sablazo bendito. 68 B. PEREZ GALDÓS Yo me pinto solo para pararlos: como que casi nunca me cogen; pero el de hoy, por tratarse de un chico huérfano, hijo de una señora muy respetable, que pagaba sus deudas con una pun- tualidad... vamos, que era la puntualidad per- sonificada... pues por ser el chico muy modosito y muy aplicadito, me dejé caer, y le di tres duros. Me había pedido ¿para qué creerán uste- des? Para publicar un tomo de poesías. —¡Poeta! — De éstos que hacen versos. — ¡Pero hombre — observó Fidela, — tres du- ros para imprimir un libro...! La verdad, no te has corrido mucho. — Pues muy agradecido debió de quedar ese ángel de Dios, porque me ha escrito una carta, dándome las gracias, y en ella, después de echar- me mucho incienso, me llama... vamos, usa un término que no entiendo. — Á ver, ¿qué es? — Perdonen ustedes mi ignorancia. Ya saben que no he tenido principios, y aquí para ínter nos confieso mi desconocimiento de muchos vo- cablos, que jamás se usaron en los barrios y en- tre las gentes que yo trataba antes. Díganme ustedes qué significa lo que me ha llamado el boquirrubio ese, queriendo sin duda echarme una flor... Pues me ha dicho que soy su... Me- cenas. (Risas. ) Sáquenme, pues, de esta duda que ha venido atormentándome toda la tarde. ¿Qué demonios quiere decir eso, y por qué soy yo Mecenas de nadie...? TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 69 — Hijo de mi alma — dijo Fidela gozosa, po- niéndole la mano en él hombro. — Mecenas quie- re decir: protector de las letras. — Atiza. ¡Y yo, sin saberlo, he protejido las letras! Como no sean las de cambio. Bien decía yo, debe de ser cosa de soltar cuartos... Jamás oí tal término, ni Cristo que lo fundó. Me... cenas. Es decir, convidarles k cenar á esos badulaques de poetas... Pues señor, bien... ¿Y qué va uno ganando con ser Mecenas? — La gloria... — Como quien dice, el beneplácito... — ¿Qué beneplácito, ni qué niño muerto? La gloria, hombre. — Pues el beneplácito, el qué dirán, si lo que se dice es en alabanza mía... Cúmpleme declarar con toda sinceridad, á fuer de hombre verídico, que no quiero la gloria de ensalzar poetas/No es que yo los desprecie, ¡cuidado! Pero hay aquí dentro de mí más compatibilidad con la prosa que con el verso... Los hombres que á mí me gustan, mejorando lo presente, son los hombres científicos, como nuestro amigo Zárate. Y al nombrarle, levantóse en la mesa un tu- multo de alabanzas. «¡Zárate, oh, sí!... ¡qué chi- co de tanto mérito!» «¡Qué saber para tan corta edad! — No tan corta, amiga mía. Es de nuestro tiempo. Rafael y yo le tuvimos de compañero en el Noviciado. Después él entró en la Fa- cultad de Ciencias, y nosotros en la de De- recho. 70 B. PÉREZ G ALDOS — ¡Sabe; vaya si sabe! ¡oh!— exclamó Torque- mada, demostrando una admiración que no so- lía conceder sino á muy contadas personas.» Cruz, que se había levantado deia mesa poco antes, para dar una vuelta á su hermano, volvió diciendo: «Pues ahí tienen ustedes al prodigio de Zárate... Ha entrado ahora, y está conversan- do con Rafael.» Celebraron todos la aparición del sabio, particularmente D. Francisco, que le mandó recado con Pinto para que fuese á to- mar una taza de cafó, ó una copita; pero Cruz dispuso que el café se le mandase al cuarto del ciego, á fin de no privar á éste de aquel ratito de distracción. Ofrecióse Morentín á relevar la guardia, para que Zárate pudiera pasar al come- dor, y allá se fué. En un momento que juntos estuvieron los tres amigos, Morentín dijo al sa- bio: «Chico, que vayas, que vayas á tomar café.- Tu amigo te llama. —¿Quién? — Torquemada, hombre. Quiere que le expli- ques lo que significa Mecenas. Yo creí morir de risa. — Pues acaba de contarme Zárate — dijo Ra- fael, ya completamente repuesto del arrechu- cho de la tarde,— que ayer se le encontró en la calle y... Que te lo cuente él. — Pues me paró, nos saludamos, y después de preguntarme no sé qué de la atmósfera, y de responderle yo lo que me pareció, se descuelga con esta consulta: «Dígame, Zárate, usted que todo lo sabe. ¿Cuando nacen los hijos, mejor di- TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 71 cho, cuando los hijos están para nacer, ó verbi- gracia, cuando...?» Pinto abrió la puerta, diciendo con mucha prisa: «Que vaya usted, señor de Zárate. -Voy. — Anda, anda; luego lo contarás. Y cuando se quedó solo con Morentín, prosi- guió Eafael el cuento: «Ello es la extravagancia más donosa de nuestro jabalí, que cegado por la vanidad, y desvanecido por su barbarie, que se desarrolla en la opulencia como un cardo borri- quero en terreno cargado de basura, pretende que la Naturaleza sea tan imbécil como él. Es- cucha, y asegúrate primero de que nadie nos oye. Él divide á los seres humanos en dos gran- des castas ó familias: poetas y científicos. (Es- irepitosa risa de Morentín.) Y quería que Zárate le diese su opinión sobre una idea que él tiene. Verás qué idea, y cáete de espaldas, hombre. —Cállate, cállate; de tanto reírme, me va á dar la gastralgia. He comido muy bien... A ver, sigue: esto es divino... — Verás qué idea. Pretende que puede y debe haber ciertas... no recuerdo el término que usó..., reglas, procedimientos, algo así... para que los hijos que tenga un hombre, salgan científicos, y en ningún caso poetas. — Cállate...— gritaba Morentín en las convul- siones de una risa desenfrenada. — Que me da, que me da la gastralgia. — ¿Pero están locos aquí?» — dijo Cruz aso- 72 B. PEREZ GAL DOS mando á la puerta del cuarto su rostro, en que se pintaba un vivo sobresalto. Desde que la insana hilaridad del ciego, á pri- mera hora de aquel día, llenó su alma de recelo y turbación, no podía oir risas sin estremecerse. ¡Cosa más rara! Y por la noche, el que reía era Morentín, contagiado sin duda del pobre ami- go enfermo, que entonces al parecer disfrutaba de una alegría dulce y sedante. XI Zárate... ¿Pero quién es este Zárate? Reconozcamos que en nuestra época de uni- formidades y de nivelación física y moral se han desgastado los tipos genéricos, y que van desapareciendo, en el lento ocaso del mundo antiguo, aquellos caracteres que representaban porciones grandísimas de la familia humana, clases, grupos, categorías morales. Los que han nacido antes de los últimos veinte años, recuer- dan perfectamente que antes existía, por ejem- plo, el genuino tipo militar, y todo campeón curtido de las guerras civiles se acusaba por su marcial facha, aunque de paisano se vistiese. Otros muchos tipos había, clavados, como vul- garmente se dice, consagrados por especialísi- mas conformaciones del rostro humano, y de los modales, y del vestir. El avaro, pongo por caso, ofrecía rasgos y fisonomía como de casta, y no TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 73 se le confundía con ninguna otra especie de hombres,y lo mismo puede decirse del Don Juany ya fuese de los que pican alto, ya de los que se dedican á doncellas de servir y amas de cría. Y el beato tenía su cara y andares y ropa á las de ningún otro parecidas, y caracterización igual se observaba en los encargados de chupar sangre humana, prestamistas, vampiros, etc. Todo eso pasó, y apenas quedan ya tipos de clase, como no sean los toreros. En el escenario del mundo se va acabando el amaneramiento, lo que no deja de ser un bien para el arte, y ahora nadie sabe quien es nadie, como no lo estudie bien, fa- milia por familia, y persona por persona. Esta tendencia á la uniformidad, que se rela- ciona en cierto modo con lo mucho que la hu- manidad se va despabilando, con los progresos de la industria, y hasta con la baja de los aran- celes, que ha generalizado y abaratado la buena ropa, nos ha traído una gran confusión en ma- teria de tipos. Vemos diariamente personalida- des que por el aire arrogantísimo y la cara bigo- tuda pertenecen al género militar, ¿y qué son? Pues jueces de primera instancia, ó maestros de piano, ú oficiales de Hacienda. Hombres ha- llamos bien vestidos, y hasta elegantes, de tra- to amenísimo y un cierto ángel, que dan un chasco al lucero del alba, porque uno les cree paseantes en corte y son usureros empederni- dos. Es frecuente ver un mocetón como un cas- tillo, con aire de domador de potros, y resulta farmacéutico, ó catedrático de derecho canóni- 74 B. PÉREZ GALDÓS co. Uno que tiene todas las trazas de andar co- miéndose los santos y llevando cirios en las procesiones, es pintor de marinas, ó concejal del Ayuntamiento. Pero en nada se nota la transformación coma en el tipo del pedante, antaño de los más ca- racterísticos, aun después de que Moratín pin- tara toda la clase en su D. Herir ógenes. Así como el poeta ha perdido su tradicional estam- pa, pues ya no hay melenas, ni pálidos rostros, ni actitudes lánguidas, y poetas se dan con todo el empaque de un apreciable almacenista al por mayor, el pedante se ha perdido en las mudan- zas de trastos desde la casa vieja de las Musas á este nuevo domicilio en que estamos, y que aún no sabemos si es Olimpo ó qué demonios es. ¿Dónde está, á estas fechas, el graciosísimo joro- bado de la Derrota de los Pedantes? En el limbo de la historia estética. Lo que más desorienta hoy es que los pedantes de ogaño no son gracio- sos como aquéllos, y faltando el signo de la gra- cia, no hay manera de conocerlos á primera vis- ta. Ni existe ya el puro pedante literario, con su hojarasca de griego y latín, y su viciosa ga- rrulería. El moderno pedante es seco, difuso, des- abrido, tormentoso, incapaz de divertir á na- die. Suele abarcar lo literario y lo político, la fisiología y la química, lo musical y lo socioló- gico, por esta hermandad que ahora priva entre todas las artes y ciencias, y por la novísima compenetración y enlace de los conocimientos humanos. Dicho se está que el moderno pedan- TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 75 te afecta en su exterioridad ó catadura formas muy variadas, y los hay que parecen revende- dores de billetes, ó sportmen, ó personas graves de la clase de patronos de cofradía. Pues bien; sépase quién es Zárate. Un hom- bre de la edad que suelen tener muchos, trein- ta y dos años, bien parecido, bien vestido, ser- vicial como nadie, entrometido como pocos, de rostro alegre y mirada insinuante, con recursos de sigisbeo para las damas, y de consultor fácil para los caballeros de pocas luces; periodista por temporadas, opositor á diferentes cátedras, es- perando pasar del cuerpo de archiveros á la fa- cultad de Letras; con toda la facha de un hijo de familia distinguida, á quien sus padres dan veinte duros al mes para el bolsillo, pagándole la ropa; concurrente en clase de tifus á los tea- tros; sabedor á medias de dos ó tres leDguas, fácil de palabra, flexible de pensamiento, y, en suma, el pedante más aflictivo, tarabillesco y ciclónico que Dios ha echado al mundo. De cuantas personas iban á la casa, la más grata á D.Francisco era Zárate, porque éste había sabido captarse la benevolencia del taca- ño, adulándole á incensario suelto las más de las veces, oyéndole pacientemente en todo caso, y prestándose á satisfacer cuantas dudas se le ofrecían al buen señor, de cualquier orden que fuesen. Para un hombre en estado de metamor- fosis, que, encontrándose á los cincuenta años largos en un mundo desconocido, se veía obli- gado á instruirse de prisa y corriendo, á fin de 76 B. PÉREZ GALDÓS poder encajar en su nueva esfera, el tal Zárate no tenía precio, por ser una enciclopedia viva, que ilustraba con prontitud por cualquier pá- gina que se la abriese. Lo de menos era el voca- bulario, que á fuerza de atención y estudio iba adquiriendo el hombre; ya poseía un capital de locuciones muy saneadito. Pero le faltaba esa multitud de conocimientos elementales que po- see toda persona que anda por el mundo con le- vita y sombrero, algo de historia, una idea no más, para no confundir á Ataúlfo con Fernan- do VII, algo de física, por lo menos lo bastante para poder decir la gravedad de los cuerpos cuan- do se cae una silla, ó la evaporación de los líqui- dos, cuando se seca el suelo. Era, pues, Zárate, para el bueno de D. Fran- cisco, una mina de conocimientos fáciles, cir- cunstanciales y baratos, porque así no tenía que comprar ni siquiera un manual de conoci- mientos útiles, ni tomarse el trabajo de leerlo. Pero no se entregaba fácilmente en manos del sabio, que por tal le tenía: siempre que consul- taba sus dudas sobre puntos obscuros de histo- ria ó de meteorología, se guardaba muy bien de dejar en descubierto su crasa ignorancia, y ¿qué hacía el picaro? pues pincharle discreta- mente para que el otro hablase, sacando de su magín enciclopédico á sus labios locuaces la miel de la ciencia, y entonces el ávido igno- rante se la comía, sin dar su brazo á torcer. Correspondiendo á este juego astuto de su amigo, el pillo de Zárate, que en medio de la TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 77 hojarasca de su gárrulo saber tenía algunos granos de agudeza, le trataba con extremada consideración, asintiendo á cuantas gansadas decía afectando tenerle por un portento en el discurrir, aunque limpio de ciertas erudiciones, que adquiriría cuando se le antojase. Quedáron- se aquella noche solos de sobremesa, porque Do- noso se fué al gabinete de Fidela, donde ya esta- ban la mamá de Morentín y el marqués de Ta- ramundi, y Zárate no tardó en echarle al bruto de Torquemada todo el humo de su adulación,, con lo cual previamente^le adormecía para ga- narle luego la voluntad. «Ya se habrá enterado usted de eso del Jiome rule — le dijo. Soltó D. Francisco dos ó tres gru- ñidos para salir del paso, pues no caía en lo que aquello era, y fué preciso que Zárate se despo- tricara después y nombrase á Irlanda y los ir- landeses, para que el otro se encontrara en te- rreno firme. — ¿Cree usted — prosiguió el pedante, — que Gladstone se saldrá al fin con la suya? La cues- tión es grave, gravísima, como que en aquel país la tradición tiene una fuerza increíble. — Inmensísima. —¿Y usted cree posible...? Usted, permítame que se lo diga... yo digo todo lo que siento..., posee el juicio más claro que conozco, y un gol- pe de vista certero en todo asunto en que se po- nen en juego grandes intereses... Ya sabe usted que Gladstone...» Teniendo aquel clavo ardiente á que agarrar- 18 B. PEREZ GALDÓS se, pues por la mañana había aprendido en Eo Imparcial cosas muy chuscas, D. Francisco le quitó la palabra de la boca á su consultor, y re- lumbrando de erudición, la cabeza echada atrás, el tono enfático y presumido, se dejó decir: «Ese Gladstone... ¡qué hombre! Todas las ma- ñanas, después del chocolate, coge un hacha, corta un arbolito de su jardín y lo parte para leña. Verdaderamente, un hombre que hace leña es una entidad de mucho empuje. —¿Y no cree usted que hallará grandes difi- cultades en la Cámara de los Lores? — ¡Oh! sí, señor. ¿Qué duda tiene? Los lores, vulgo los doce pares 9 entiendo yo que son allá lo que aquí es el Senado, y el Senado, velis nolis, siempre tira para atrás... Y á propósito: he leí- do que Irlanda es país de excelentes patatas, que constituyen, por decirlo así, la principal ali- mentación de las clases irlandesas, vulgo popu- lares. Y esa bebida que llaman whisky, tengo entendido que la sacan del maíz, del cual gra- no hacen gran consumo para la crianza de los de la vista baja, y también para la alimenta- ción de criaturas y personas mayores.» XII De aquí tomó pie la viviente enciclopedia para lanzarse á una disertación fastidiosísima ¿sobre la introducción en Europa del cultivo de TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 79 la patata, lo que Torquemada oyó con verdade- ro embeleso; y como el sabio, en su divagar sin freno, saltara á Luis XVI, se encontraron am- bos de patitas en la revolución francesa, cosa muj del gusto de D. Francisco, que deseaba do- minar materia tan traída y llevada en toda con- versación fina. Hablaron largo y tendido, y aun hubo un poquito de controversia, pues Tor- quemada, sin querer entrar en el fondo de la cuestión (frase adquirida en aquellos días), abo- minó de los revolucionarios y de la guillotina. Algo hubo de transigir el otro, movido de la adulación, diciendo con criterio modernista: «Por cierto que, como usted sabe muy bien, se va marchitando la leyenda de la revolución fran- esa, y al desvanecerse el idealismo que rodeaba á muchos personajes de aquel tiempo, vemos descarnada la ruindad de los caracteres. — Pues claro, hombre, claro. Lo que yo digo.., — Los estudios de Tocqueville... — ¿Pues qué duda tiene?... Y bien se ve aho- ra que muchos de aquellos hombres, adorados después por las multitudes inconscientes, eran unos pillos de marca mayor. D. Francisco, o le recomiendo á usted que lea la obra de aine... — Si la he leído... No, miento: esa no; ha sido otra. Tengo muy mala memoria para el mate- Halismo de cosas de lectura... Y mi cabeza, velis nolis, se ha de aplicar á estudios de otra subs- ancia ¿eh? — Naturalmente. 80 B. PÉREZ GALDÓS — Pero yo digo siempre que tras de la rcción viene necesariamente la reacción... Si no, ahí tiene usted á Bonaparte, vulgo Napoleón, el que nos trajo á Pepe Botellas... el vencedor de Euro- pa como quien dice, hombre que empezó su ca- rrera de simple artillerito, y después... — Cosas de gran novedad para D. Francisco- dijo Zarate á propósito de Napoleón, y el bárbaro las oía como la palabra divina, aventurando al fin una idea, que expuso á la consideración de su oyente con toda solemnidad, poniéndole ante los ojos una perfecta rosquilla, formada con los dedos índice y pulgar de la mano derecha. — Creo y sostengo... es una tesis mía, señor de Zárate, creo y sostengo que esos hombres extra- ordinarios, grandes, considerablernente grandes en la fuerza y en el crimen, son locos...» Quedóse tan satisfecho, y el otro, que estaba al corriente de lo moderno, espigando todo el saber en periódicos y revistas, sin profundizar nada, desembuchó las opiniones de Lombroso, Garófalo, etcétera, que Torquemada aprobó ple- namente haciéndolas suyas. Zárate fué á parar después al contrasentido que suele existir entre la moral y el genio, y citó el caso del canciller Bacon [BéiconJ á quien puso en las nubes como inteligencia, y arrastró por el suelo como con- ciencia. «Y yo supongo — añadió, — que usted habrá leído el Novum organum. — Me parece que sí... Allá en mis tiempos de muchacho — replicó Torquemada, pensando que TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 81 aquellos órganos debían de ser por el estilo de los de°Móstoles. — Dígolo porque usted, en lo intelectual ¡cui- dado! es un discípulo aventajadísimo, del canci- ller... en lo moral, no, ¡cuidado!... — ¡Ah! le diré á usted... Mí maestro fué un tío cura, que metía las ideas en la mollera á capo- nazo limpio, y yo tengo para mí que mi tío ha- bía leído á ese otro sujeto, y se lo sabía de me- moria.» El tiempo transcurría dulcemente en esta sa- brosa charla, sin que ni uno ni otro hablador se cansase; y sabe Dios hasta qué hora hubiera du- rado la conferencia, si no distrajesen á D. Fran- cisco asuntos más graves que debía tratar sin pérdida de tiempo con otras personas, al efecto citadas en su casa. Eran éstas D. Juan Gualber- to Serrano, padre de Morentíñ, y el marqués de Taramundi, que con Donoso y Torquemada, for- maron cónclave en el despacho. Al quedarse solo, Zárate cayó como la langos- ta sobre otros grupos que en la casa había, sien- do de notar que si algunas personas, teniéndo- le por oráculo, le soportaban y hasta con gusto le oían, otras huían de él como de la peste. Cruz no le tragaba, procurando siempre poner entre su persona y la sabiduría torrencial de aquel bendito la mayor distancia posible. Fidela y la mamá de Morentín tuvieron que aguantar el chubasco, que empezó con la música wagneria- na, y acabó con el fonógrafo de Edisson, pasan- do por las afinidades electivas de Goethe, la 6 82 B. PÉREZ GALDÓS teoría de los colores del mismo, las óperas de Bizet, los cuadros de Velázquez y Goya/el de- cadentismo, la seismometria, la psiquiatría y la encíclica del Papa. Fidela hablaba de todo con donosura, haciendo gracioso alarde de su igno- rancia, así como de sus atrevidísimas opiniones personales. En cambio la señora de Serrano (de la familia de los Pipaones, injerta con la rama segunda de los Trujillos), andaba tan corta de vocabulario, que no sabía decir más que: ente- ramente. Era en ella una muletilla para expre- sar la admiración, la aquiescencia, el hastío, y hasta el deseo de tomar una taza de té. Á Rafael consiguió su hermana Cruz traerle al gabinete, y allí el ánimo del pobre ciego pa- reció que entraba en caja después de los desór- denes neuróticos de aquel día. Entretenido y hasta gozoso pasó la velada, sin que asomara en él síntoma alguno de sus raras manías, lo que tranquilizó grandemente al amigo Morentín, pues la matraca de aquella tarde habíale llena- do de zozobra. Cerca ya de las once, Fidela, fatigada, mostró deseos de retirarse. Como eran todos de confian- za, con perfecta unanimidad, según frase de Zárate, declararon abolida toda etiqueta que ocasionase molestias á los dueños de la casa. «Enteramente — dijo con profunda convic- ción la mamá de Morentín. Y éste, dadas las buenas noches á Fidela, que que se fué á su alcoba cayéndose de sueño, pro- puso una partida de bezigue á la marquesa de TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 83 Taramundi. Eran las doce y media, y no había terminado la conferencia que los padres graves sostenían en el despacho. ¿Qué tratarían? Nada supieron los tertulios, ni en verdad les importa- ba averiguarlo, aunque sospechaban fuese cosa de negocios en grande escala. Al salir del des- pacho, los conferenciantes hablaron de volver á reunirse en casa de Taramundi al siguiente día, y tocaron todos á retirada. Morentín y Zárate se marcharon, como de costumbre, al Suizo, y y por el camino dijéronse algo que no debe que- dar en secreto. «Ya te he visto, ya te he visto— indicó Zára- te,— haciendo el Lovelace. Lo que es ésta no se te escapa, Pepito. — Quítate... ¡Me ha dado Rafael un sofoco...! Figúrate... (Refiérele la escena en breves pala- bras.) Yo había tenido, en casos como este, al- gún vigilante de mucho ojo; pero un Argos cie- go no me había salido nunca. ¡Y que ve largo el muy tuno...! Pero con Argos y sin él, yo se- guiré en mis trece, mientras no me vea en pe- ligro de escándalo... No por nada... por mamá, que es tan amiga... — Enteramente— replicó Zárate, en cuyo ce- rebro había quedado el sonsonete de aquel soco- rrido adverbio. — Díme, ¿qué piensas tú de los caracteres complejos? —¿Lo dices por Fidela? No la tengo yo por más compleja que otras. Todos los caracteres son complejos ó polimorfos. Sólo en los idiotas 84 B. PEREZ G ALDOS se ve el monornorfistno, o sea .caracteres de uñar pieza, como suelen usarse en el arte dramático, casi siempre convencional. Te recomiendo que leas los artículos que he dado á la Revista Enci- clopédica. — ¿Cómo se titulan? * — De la Dinamometría de las Pasiones. — Te doy mi palabra de no leerlos. Lecturas tan sabias no son para mí. — Abordo el problema electro-biológico. — ¡Y pensar que vivimos, y vivimos perfec- tamente, ignorando todas esas papas! —Por ignorante, andas tan á ciegas en el asunto que podríamos llamar psico-fidelesco . — ¿Qué quieres decir? — Ven acá, ganso. (Parándose ambos en mitad de la acera, con los cuellos de los gabanes levanta- dos,y las manos en los bolsillos.) ¿Has leído á Braid? — ¿Y quién es Braid? — El autor de la Neurypnohgia. Si no te en- teras de nada. Pues te aseguro que veo en Fi- dela un caso de auto-sugestionismo. ¿Te ríes? Va- mos; apuesto á que tampoco has leído á Liebault. — Tampoco, hombre, tampoco. — De modo que no tienes idea de los fenóme- nos de inhibición, ni de los que llamamos dinamo^- genia. — ¿Y qué tiene que ver esa monserga con...? — Tiene que ver que Fidela... ¿No advertiste cómo se dormía esta noche? Pues se hallaba en estado de Mpotaxia, que algunos llaman encanto y y otros éxtasis. TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 85 — Sólo he visto que tenía sueño la pobre... — ¿Y no se te ocurre, pedazo de bruto, que tú, sin saberlo ejerces sobre ella la influencia psiquico-mesmerica? — Mira, Zárate (quemado) y vete al cuerno con tus terminachos, que tú mismo no entiendes. Ojalá reventaras de un atracón de ciencia mal digerida. — ¡Acéfalo! — ¡Pedantón! — ¡Romancista!» La última nota de la disputa la dió la puerta vidriera del café, cerrándose tras ellos con re- chinante estrépito... XIII La única persona que en la casa tenía noticia de lo que trataban aquellos días con gravedad y misterio los Torquemadas, Serranos y Tara- *mundis, era Cruz, porque su amigo Donoso, que con ella no tenía secretos, la puso al tanto de los planes que debían aumentar fabulosamente, en tiempo breve, los ya crecidos capitales del hombre cuyos destinos se habían enlazado con el destino de las señoras de Águila. Y estas no- ticias, tan oportunamente adquiridas por la dama, diéronle extraordinaria fortaleza de áni- mo para seguir abriendo brecha en la tacañería de D. Francisco, y recabar de él la realización 86 B. PÉREZ GALDÓS de sus proyectos de reforma, atenta siempre al engrandecimiento de toda la familia, y en par- ticular del jefe de ella. Robustecida su natural bravura con aquellas ideas, y con otra, no sugerida ciertamente por Donoso, embistió á Torquemada, cogiéndole una mañana en su despacho, cuando más meti- do estaba en el laberinto de guarismos que en diferentes papelotes ante sí tenía. «¿Qué bueno por aquí, Crucita?— dijo el ta- caño en tono de alarma. —Pues vengo á decir á usted que ya no po- demos seguir viviendo en esta estrechez — re- plicó ella, derecha al bulto, queriendo amedren- tarle por la rapidez y energía del ataque. — Ne- cesito esta habitación, que es una de las mejo- res de la casa. —¡El despacho...! Pero señora... ¡Cristo! ¿me voy á trabajar á la cocina? —No señor. No se irá usted á la cocina. En el segundo piso, tiene usted desalquilado él cuarto de la derecha. ■ — Que renta diez y seis mil reales. — Pero en lo sucesivo no le rentará á usted nada, porque lo va usted á destinar á las oficinas. . . Ante embestida tan arrogante, D. Francisco se quedó aturdido, balbuciente, como torero que sufre un revolcón, y no acierta á levantar- se del suelo. —«Pero, hija mía... ¿y qué oficinas son esas?... ¿Esto es acaso el Ministerio de Estado, ó como dicen en Francia, de los Negocios Extranjeros? TOKQUEMADA EN EL PURGATORIO 87 —Pero es el de los grandes negocios de us- ted, señor mío. ¡Ah! estoy bien enterada, y me alegro, me alegro mucho de verle por ese cami- no. Ganará usted dinerales. Yo me comprometo á empleárselos bien, y á presentarle á usted ante el mundo con la dignidad que le corres- ponde... No, no hay que poner esa cara de pale- to candoroso, que le sirve para fingirse igno-^ rante de lo que sabe muy bien... (Sentándose familiarmente.) Si no hay misterios conmigo. Sé que se quedan ustedes con la contrata de ta- baco Virginia y Rentucky, y también con la del Boliche. Me parece muy bien... Es usted un hombre, un gran hombre, y no se lo digo por adularle, ni porque me agradezca el interés que me he tomado por usted, sacándole de la vida mezquina y cominera, para traerle á esta vida grande, apropiada á su inmenso talento mercan- til. {Torquemada la oye estupefacto.) En fin, que usted necesita una oficina de mucha capacidad. Vamos á ver: ¿dónde colocará los dos escribien- tes y el tenedor de libros que piensa traer? ¿En mi cuarto? ¿en el que tenemos para la ropa? — Pero... — No hay peros ni manzanas. Empiece por instalar en el segundo su oficina, con su despa- cho particular, pues no tiene gracia que reciba usted delante de los dependientes, á las perso- nas que vienen á hablarle de algún asunto reser- vado. El tenedor de libros estará solo. ¿Y la caja, señor mío, la caja, no necesita otra habitación? ¿Y el teléfono, y el archivo, y los copiadores y el 88 B. PÉREZ GrALDÓS cuarto del ordenanza?... ¿Ve usted como necesi- ta espacio? Operar en grande y vivir en chico no puede ser. ¿Es decoroso que tenga usted sus de- pendientes en los pasillos, muertos de frío, como ese banquero de cuyo nombre no me acuerdo ahora?... ¡ 4h! si yo no existiera, á cada momento se pondría el señor de Torquemada en ridículo. Pero no lo consiento, no señor. Usted es mi hechura (con gracejo)^ mi obra maestra, y á veces tengo que tratarle como á un chiquillo, y darle azotes, y enseñarle los buenos modos, y no permitirle mañas...» Volado estaba D, Francisco; pero Cruz se le imponía por su arrogancia, por su brutal lógica, y el tacaño no acertaba á defenderse de su auto- ridad, que tantas veces había reconocido. «Pero... admitiendo la tesis de que nos quede- mos con los tabacos... No hay más si no que yo acaricio esa idea hace tiempo, y bien podría ser que cuajara. Bueno; pues partiendo del principio de que convenga ensanchar el despacho, ¿no se- ría mejor agregarme la habitación próxima? — No señor. Usted se va arriba coa sus tras- tos de fabricar millones — dijo la dama en tono autoritario, que casi casi rayaba en insolen- cia,— porque esta pieza y la próxima, las pienso yo unir, derribando el tabique. —¿Para qué, re-Cristo? — Para hacer un billar.» Tan tremenda impresión hizo en el bárbaro el osado y dispendioso proyecto de su hermana política que en un tris estuvo que el hombre TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 89 no pudiera contenerse y le diese una bofetada. Breve rato le tuvo congestionado y mudo la in- dignación. Buscó un término que fuese duro y al mismo tiempo cortés, y no encontrándolo, se rascaba la cabeza y se daba palmetazos en la rodilla. «Vamos — gruñó al fin, levantándose, — no me queda duda de que usted se ha vuelto loca... loca de remate, por decirlo asi. ¡Un billar, para que cuatro zánganos me conviertan la casa en cafó! Bien conoce usted que no sé ningún jue- go... no sé meramente más que trabajar. — Pero sus amigos de usted, que también trabajan, juegan al billar, pasatiempo grato, honestísimo, y muy higiénico». Don Francisco, que en aquellos días, espigan- do en todas las esferas de ilustración, se encari- ñaba con la higiene, y hablaba de ella sin ton ni son, soltó la risa. «{Higiénico el billar! ¡vaya uná tontería!... ¿Y qué tiene que ver el billar con los miasmas? — Tenga ó no que ver, el billar se pondrá, porque es indispensable en la casa de un hom- bre como usted, llamado á ser potencia finan- ciera de primer orden, de un hombre que ha de ver su casa invadida por banqueros, senadores, ministros... — Cállese usted, cállese usted... Ni qué falta me hacen á mí esas potencias ... Si soy un pobre busca- vidas... Ea, seamos justos^ Crucita, y no perdamos de vista el verdadero objetivo. Cierto que debo ponerme en buen pie, y ya lo he he- 90 B. PÉREZ GALDÓS cho; pero nada de lujo, nada de ostentación^ nada de bambolla. Mire usted que nos vamos á quedar por puertas. Pues digo, ¿y también quie- re ensancharme la sala y el comedor? — También» — Pues negado, re-Cristo, negado, y aquí ter- mina la presente historia. No quito un ladrillo,, aunque usted se me ponga en jarras. Ea, me atufé. Soy el amo de mi casa, y aquí no manda nadie más que... un servidor de usted... No hay derribo, vulgo ensanche. Recojamos velas y ha- brá paz. Yo reconozco en usted un talento sui generis; pero no me (Joy á partido..., y manten- go enhiesta la bandera de la economía. Punto final. — Si creerá que me convence con ese desplan- te de autoridad — dijo la dama imperturbable, envalentonándose gradualmente.— Si lo que ahora niega lo ha de conceder, es más, lo está deseando. — ¿Yo? Apañada está usted. — ¿No me ha dicho que transige según las circunstancias? -^Sí; pero no transigiré con quedarme sin camisa. Lo más, lo más... Vamos, yo digo que cuando tengamos aumento de familia, consen- tiré en modificar el domicilio, no al tenor que usted pide, sino á otro tenor más conforme con mis cortos posibles. Y hemos acabado. — Si ahora empezamos, mi Sr. D. Francis- co—replicó Cruz riendo, — porque si para que yo pueda coger la piqueta demoledora^ es preci- TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 91 so que haya esperanzas de sucesión, hoy misma mando venir los albañiles. — ¡Con que ya...! — exclamó Torquemada abriendo mucho los ojos. —Ya. — ¿Me lo dice oficialmente? — Oficialmente. - —Bueno. Pues la realización de ese desiderá- tum, que yo veía seguro, porque la lógica es ló- gica, y un hecho trae otro hecho, no es bastan- te motivo para que yo autorice á nadie á coger la piqueta. —Pero yo no olvido que tengo la responsabi- lidad del decoro de usted — manifestó la dama resueltamente, — y he de ser más papista que el Papa, y miraré por la dignidad de su casa, se- ñor mío. Suceda lo que quiera, yo he de conse- guir que D. Francisco Torquemada tenga ante la sociedad la representación que le corresponde. Y para decirlo de una vez, por indicación mía le ha metido á usted Donoso en la contrata de tabacos; y por mí, sépalo, sépalo usted, exclusi- vamente por mí, por esta genialidad mía de es- tar en todo, será senador el señor de Torquema- da, ¡senador! y figurará en la esfera propia de su gran talento, y de su saneado capital.» Ni aún con esta rociada se ablandó el hombre,, que continuó protestando y gruñendo. Pero su hermana política tenía sobré él, sin duda por la fineza del ingenio ó la costumbre del gobernar, un poder sugestivo que al bárbaro tacaño le do- maba la voluntad, sin someter su inteligencia. B. PÉREZ GALDÓS No se daba él por vencido; pero al querer recha- zar de hecho las determinaciones de su cuñada, sentíase interiormente ligado por una coacción inexplicable. Aquella mujer de mirada pene- trante, labio temblón y palabra elegantísima, ante la cual no había réplica posible, se había constituido con singular audacia en dictador de toda la familia; era el genio del mando, la auto- ridad per se, y frente á ella sucumbía la torpe bestia, sin que nada valiera la superioridad de la fuerza bruta contra los fueros augustos del entendimiento. Cruz mandaba, y mandaría siempre, cualquie- ra que fuese el rebaño que le tocase apacentar; mandaba porque desde el nacer le dió el Cielo energías poderosas, y porque luchando con el destino en largos años de miseria, aquellas ener- gías se habían templado y vigorizado hasta ser colosales, irresistibles. Era el gobierno, la diplo- macia, la administración, el dogma, la fuerza armada y la fuerza moral, y contra esta suma de autoridades ó principios nada podían los in- felices que caían bajo su férula. Retiróse, al cabo, la señora, del despacho de don Francisco, con aire dictatorial, y el otro se quedó allí ejerciendo, con grave detrimento de las alfombras, el derecho del pataleo, y desaho- gando su coraje con erupción de terminachos. «¡Maldita por jamás amén sea tu alma de ña- les!... Re-Cristo, á este paso, pronto me dejarán en cueros vivos. ¡Biblia, para qué me habré yo dejado traer á este elemento, y por qué no rom- TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 93 pería yo el ronzal, cuando vi que tiraban para traerme!... Y no dirán ¡cuidado! que yo me por- to mal, ni que las dejo pasar hambres!... Eso nor ¡cuidado!... Hambres nunca. Economías siem- pre... Pero esta señora, más soberbia que Napo- león, ¿por qué no me dejará que yo gobierne mi casa como me dé la gana, y según mi lógica pastelera? ¡Maldita, y cómo impera, y cómo me mete en un puño, y me deja sin voluntad, mera- mente embrujado!... Yo no sé que tiene esa figu- roña, que me corta el resuello; deseo respirar por la defensa de mi interés, y no puedo, y hace de mí un chiquillo... ¡Y ahora quiere engatusar- me con la peripecia de que habrá sucesión! ¡Qué gracia! ¡Pues si eso lo contaba yo como seguro f con cien mil pares de nales! ¡Si es el hijo mía que vuelve, por voluntad mía y decreto del san- to Altísimo, del Bajisimo, ó de quien sea!... Des- pótica, mandona, gran visiva y capitana gene- rala de toda la gobernación del mundo, el me- jor día recobro yo el sentido, me desembrujo^ y cojo una estaca.,. ( Tirándose de los pelos.) ¡Pero qué estaca he de coger yo, triste de mí, si le tengo miedo, y cuando veo que le tiembla el labio, ya estoy metiéndome debajo de la mesa! La estaca que yo coja será la vara de San José, porque soy un bendito, y no sirvo más que para combinar el guarismo y sacar dinero de debajo de las piedras... Ese talento no me lo quita nadie... Pero ella me gana en el mando, y en inventar razones que le dejan á uno sin sentido... Como despejo de hembra, yo no he 94 B. PÉREZ G ALDOS visto otro caso, ni creo que lo haya bajo el sol... ¿Pero con quién me he casado yo, con Fidela ó con Cruz, ó con las dos á un tiempo?... porque si la una es propiamente mi mujer... con respe- to... la otra es mi tirana... y de la tiranía y del mujerío, todo junto, se compone esta endiabla- da máquina del matrimonio... En fin, adelante con la procesión, y vivamos para ganar el san- tísimo ochavo, que yo lo guardaré donde no puedan olerlo mis ilustres, mis respetables, mis aristocráticas... consortes.» SEGUNDA PARTE I r Cumplióse estrictamente lo ideado y dispues- to por la que era inteligencia y volundad in- contrastables en el gobierno interior de la casa de Torquemada, sin que estorbarlo pudieran ni los refunfuños del tacaño, impotente para lu- char contra la fiera resolución de su cuñada, ni los alardes de resistencia pasiva con que quiso detener, ya que no impedir, la instalación del escritorio y oficinas en el piso segundo priván- dose de una bonita renta de inquilinato. Pero Cruz todo lo arrollaba cuando decía «allá voy,» y en cuatro días, haciendo de sobrestante, y de aparejadora, y de arquitecto, quedó terminada la reforma que el mismo D. Francisco, gruñen- do y protestando en la intimidad de la familia, diputaba por buena, delante de personas extra- ñas. «Es idea mía— solía decir, enseñando á los amigos el amplio escritorio. — Siempre me ha gustado trabajar con despejo y que mis depen- dientes estén cómodos. La higiene ha sido siem- 96 B. PÉREZ GALDÓS pre uno de mis objetivos. Vean ustedes que her- moso despacho el mío... Esta otra habitación* para recibir á los que quierar hablarme reserva- damente. A la otra parte... vengan por aquí.,, el cuarto del tenedor de libros y del copiador... Los dos escribientes más allá. Luego el teléfono...* yo siempre he sido partidario de los adelantos* y antes de que nos trajeran esta invención tan chusca, ya pensaba yo que debía haber algo para dar y recibir recados á grandes distancias... Vean ahora el departamento de la caja. ¡Qué in- dependencia... qué desahogo para las operacio- nes!... Yo profeso la teoría de que, por lo mismo que está todo tan malo, y los negocios no son ya lo que eran, hay que trabajar de firme, y abrir nuevas fuentes, y abarcar mucho... lo que no puede hacerse sino estableciéndose conforme á las exigencias modernas. A eso tiendo yo siempre, y como sé lo que reclaman las tales exigencias, determino ensancharme por arriba y por abajo, porque la sociedad nos pide como- didades para nosotros y para ella. Debemos sa- crificarnos por nuestros amigos, y aunque yo no he cogido en mi vida un taco, he resuelto poner en mi casa una mesa de billar... cosa bo- nita. La mesa es elegantísima, y me ha costada un ojo de la cara. Como yo soy quien todo lo dispone en casa, desde lo más considerable hasta lo más mínimo, llevo unos días de trajín que ya ya...» La entrada de Crucita le cortó la palabra* quitándole aquel desparpajo con que se expre- TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 97 saba lejos de su autoritaria y despótica persona* Pero la dama, que con exquisito tacto sabía ocultar en público su prepotencia, al quitarle la palabra de la boca al dueño de la casa, la tomó en esta discreta forma: «Con que ya ven ustedes la contradanza en que nos ha metido nuestro don Francisco. Billar y salones abajo, las oficinas aquí. ¡Qué trastorno, qué laberinto! Pero al fin, ya está hecho, y tan brevemente como es posi- ble. No crean; ha sido idea suya, y él ha dirigi- do las obras. Bien ven ustedes que es hombre de iniciativa, y que gusta de sobresalir y dis- tinguirse noblemente. Lo que él dice: «No se puede operar en grande y vivir en chico,» Es mucho D. Francisco este. Dios le dé salud para que sus proyectos sean realidades... Nosotras le ayudamos, queremos ayudarle... Pero ¡ay! va- lemos tan poco... Acostumbradas á la estrechez, quisiéramos vivir y morirnos en un rincón. A la fuerza nos lleva él á la esfera altísima de sus vastas ideas... No, no diga usted que no, amigo mío. Bien saben todos que es usted la modestia personificada... Se hace el chiquito... Pero no le valen, no, sus trapacerías de hombre extraordinario, cuyo orgullo se cifra en que le tomen por un cualquiera... ¿Es verdad ó no la que digo? Los entendimientos superiores tienen por gala la suma humildad.» Dicho se está que estas palabras fueron acogi- das por un coro de asentimiento, al que siguió- otro coro de alabanzas del grande hombre, y de sus múltiple^ aptitudes. Pero él, riendo de dien- 7 B. PÉREZ ©ALDOS tes afuera, y poniendo la cara de paleto asom- brado, que para tales casos tenía, en su interior colmaba de maldiciones á su tirana, echándole encima, con el peso de su cólera, el de las cuen- tas que tenía que pagar á carpinteros, albañiles, mueblistas y demás sanguijuelas del rico, con más la pérdida de la renta del segundo. Y cuando los amigos hubieron visto toda la refor- ma, repitiendo abajo, ante Fidela y Cruz, los encarecimientos que habían hecho arriba, el usurero se desahogó á solas en su cuarto, con cuatro patadas y otros tantos ternos á media voz: «¡Cómo me domina la muy fantasmona!... Y ello es que tiene una labia que enamora y le vuelve á uno loco... Pues con ese jarabe de pico me está sacando los tuétanos, y no me deja ha- cer mi santísimo gusto, que es economizar... ¡Qué desgracia me ha caído encima! ¡Ganar tan- to guano, y no poder emplearlo todito en nuevos negocios, hasta ver un montón tan grande, tan grande que...! Pero con esta casa, y estas seño- ras mías, mis arcas son un cesto. Por un lado entra, por mil partes sale... Todo por la suposi- ción, por este hipo de que soy potencia... ¡Dale con la manía de la potencia! ¿Pues y la tabarra que me dieron anoche ella y el amigo Donoso con que, velis nolis, me han de sacar senador? ¡Senador yo, yo, Francisco Torquemada, y por contera, Gran Cruz de la reverendísima no st qué...! Vamos, vale más que me ría, y que, de- fendiendo la bolsa les deje hacer todo lo que quieran, inclusive encumbrarme como á un mo- TORQUEMADA. EN EL PURGATORIO 99 nigote para pregonar ante el mundo su va- nidad...» Llamado por Fidela, tuvo que arrancarse á sus meditaciones. Enseñáronle muestras de te- las para portieres, de hules y alfombras. Pero él no quiso escoger nada, delegando en las dos .señoras su criterio suntuario, y no diciendo más si no que se prefiriese lo más arregladito. Salió al fin de estampía con D. Juan Gualberto Serrano, para ir al Ministerio. ¡El Ministerio! jQué bien recibido era allí, y con cuánto gusto iba! Y no porque le halagara el servilismo de los porteros, que al verle entrar con Donoso, se tiraban á las mamparas, como si quisieran abrir- las con la cabeza; ni la afabilidad lisonjera de los empleados subalternos, que ansiaban ocasión 4e servirle, atraídos por el olor de hombre adi- nerado que echaba de otoño, y á veces parte del invierno. Ya se comprende que de la casa en que toda esta casta de Rome- ros se juntaba, salían los dardos envenenados contra las pobres Aguilas, y contra el ganso que las había librado de la miseria. Como Madrid, aunque medianamente popu- loso, es pequeño para la circulación de las espe- cies infamantes, todo se sabía, y no faltaban amigas oficiosas que le llevasen á Cruz, una por una, cuantas maledicencias se forjaban en las tertulias romeriles. Y en éstas no faltó quien conociese de vista ó de oídas á Torquemada el Peor, célebre en ciertas zonas malsanas y som- brías de la sociedad. Villalonga y Severiana Rodríguez, que tenían de él noticias por su desgraciado amigo Federico Viera, pintáronle como un usurero de saínete, como un sér gro- tesco y lúgubre, que bebía sangre y olía mal. Quién decía que la altanera y egoísta Cruz ha- bía sacrificado á su pobre hermana, vendiéndola por un plato de sopas debajo; quién que las dos señoras, asociadas con aquel siniestro tipo, pen- TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 117 ^aban establecer una casa de préstamos en la calle de la Montera. Lo más singular fué que cuando Torquemada, ya en los meses de Febre- ro y Marzo, pisó las tablas del mundo grande, y le vieron y le trataron muchos que le ha- bían despellejado de lo lindo, no le encontraban ni tan grotesco ni tan horrible como la leyenda Je pintó, y esta opinión daba lugar á grandes polémicas sobre la autenticidad del tipo. «No, no pued*e ser aquel Torquemada de los barrios -del Sur— decían algunos. — Es otró, ó hay que creer en las reencarnaciones.» A medida que D. Francisco se iba haciendo hueco en la sociedad, las murmuraciones per- dían su acritud ó se acallaban mansamente, porque el tacaño ganaba poco á poco partidarios y aun admiradores. Pero siempre subsistía un foco de chismes de mala ley, el círculo íntimo délos Romeros, que no perdonaban, ni perdo- narían jamás, toda vez que la orgullosa Cruz les tiraba al degüello siempre que les cogía en buena disposición. Véase por qué la altiva señora trataba, por todos los medios, de ennoblecer al que era su hechura y su obra maestra, al rústico urbaniza- do, al salvaje convertido en persona, al vampiro de los pobres hecho financiero de tomo y lomo, tan decentón y aparatoso como otro cualquiera de los que chupan la sangre incolora del Estado y la azul de los ricos. ¡Y qué cosas decían de él y de ellas los Ho- rneros, aun después de que D. Francisco se hubo 118 B. PÉREZ GALDÓS conquistado el aprecio superficial de mucha- gente, que no ve más que lo externo! Que tode^ el dinero que tenía era producto de la rapiña más infame, y de la usura cruel... Que había llenado de suicidas los cementerios de Madrid... Que cuantos se tiraban por el Viaducto pronun- ciaban su execrable nombre en el momento de dar la voltereta... Que Cruz del Aguila se dedi- caba también al préstamo sobre ropas en buen uso, y que tenía toda la casa llena de capas... Que el hombre no había renunciado á sus hábi- tos de miseria, y que á las dos pobres Aguilas las mantenía con lentejas y sangre frita... Que todas las alhajas que Fidela lucía eran empeña- das... Que Cruz le hacía las levitas á D. Fran- cisco, aprovechando ropas de muertos, que vol- vía del revés... Que en casi todos los puestos del Rastro tenía Cruz participación, y comercia- ba en calzado viejo y muebles desvencijados..* Que Fidela, cuya inocencia rayaba en la imbeci- lidad, desconocía los antecedentes de aquel gaz- nápiro que por marido le habían dado... Que simple y todo como era, se permitía el lujo de tres ó cuatro amantes, á ciencia y paciencia de su hermana, los cuales eran Morentín, Donosa (con sus sesenta años), Manolo Infante, y un tal Argüelles Mora, grotesco tipo de caballero de Felipe Iv, y tenedor de libros en el escritorio de Torquemada. Zárate y el lacayito Pinto se* entendían con la hermana mayor... Que ésta te cortaba las uñas á D. Francisco, le lavaba la> cara, le arreglaba el cuello de la camisa antes- TORQUEMADA EN EL PURGATORI 3 119 de echarle á la calle, para que sacase un buen ver, y le enseñaba la manera de saludar, instru- yéndole en todo lo que había que decir, según los casos... Que á la chita callando, entre Cruz y el usurero habían desvalijado á varias fami- lias nobles, un poco apuradas, prestándoles di- nero á doscientos cuarenta por ciento... Que Cruz recogía las colillas de los que fumaban en su casa, para mandarlas al Rastro en un costal muy grande, así como juntaba también los mendrugos de pan, para venderlos á unos que hacían chocolate de dos reales y medio... Que Fidela vestía muñecas por encargo de las tien- das de juguetes, y que al pobre Rafael no le daban de alimento más que puches, y un plato de menestra por las noches... Que el ciego había puesto debajo de la cama del matrimonio un cartucho de dinamita, ó de pólvora, el cual fué descubierto con la mecha ya encendida... Que la primogénita del Aguila, entre otros negocios sucios, tenía parte en un corral de basuras de Cuatro Caminos, y llevaba is mitad en los cerdos y gallinas.., Que Torquemada compraba abona- rés de Cuba á tres y medio por ciento de su valor, y que era el socio capitalista de una com- pañía de estafadores, disfrazada con la razón so- cial de Redención de quintos, y Sustitutos de Ul- tramar. Todo esto iba llegando á los oídos de Cruz, que si se indignaba al principio, pasando malísi- mos ratos y derramando algunas lágrimas, por fin llegó á tomarlo con calma filosófica; y cuan- 120 B. PÉREZ GALDÓS do D. Francisco salió á la esfera del mundo con su levita inglesa, sus modales algo sueltos, su habla corriente y su personalidad rodeada de ciertos respetos, codeándose al fin con ministros y señorones, concluyó la dama por tomar á risa los desahogos de sus parientes. Pero mientras mayor desprecio le inspiraba maldad tan estú- pida, más gana sentía de hacerles polvo, y de pasarles por los hocicos la opulencia verídica de las resucitadas Águilas, y el prestigio claro del opulento capitalista; que así le nombraba ya la lisonja. Ellos á morder y ella siempre á levan- tarse, mejor dicho, á levantar el figurón que les daba sombra, hasta erigir con él inmensa torre, desde la cual pudieran las Aguilas mirar á los Romeros como miserables gusanillos arras- trando sus babas por el suelo. IV Aproximábase el verano, y no hubo más re- medio que pensar en trasladarse á algún sitio fresco, por lo menos durante la canícula. Nueva batalla dada por Cruz, en la cual halló al ene- migo más resistente y envalentonado que de costumbre. «El verano — decía D. Francisco, — es la estación por escelencia en Madrid. Yo lo he pasado aquí toda mi vida, y me h&pintadp per- fectamente. Nunca se encuentra uno más á gus- to que en Julio y Agosto, libre de catarros, co- miendo bien, durmiendo mejor .. TORQUEM A DA EN EL PURGATORIO 121 — De usted nada digo — objetó la dama, — por- que entre los muchos dones con que le agració la divina Providencia, tiene también el de una salud á prueba de temperaturas extremadas. Tampoco lo digo por mí, que á todo me aven- go. Pero Fidela no puede pasar aquí los meses de verano, y es usted un bárbaro si lo con- siente. — También á mi pobre Silvia, que de Dios goce, la molestaba el calórico, sobre todo cuando se hallaba en meses mayores, y aquí nos aguan- tábamos. Con el botijo siempre frasco, los balco- nes cerrados durante el día, y un corto paseito á las diez de la noche, lo pasábamos tan rica- mente... No hay que pensar en veraneo, señora. Con todo transijo menos con esa inveterada pamplina de los baños de mar ó de río, que son el gravamen de tantas familias. En Madrid todo el mundo, que en Madrid tengo yo que estarme •hecho un caballero, para organizar esta traca- mundana del tabaco, que, entre paréntesis, me parece no es negocio tan claro como al princi- pio me lo pintaron sus amigos de usted. Y no se hable más del asunto. Ahora sí que no cedo. Con que... tilín... se levanta la sesión.» Resuelta á que el viaje se realizara, Cruz no insistió aquel día; pero al siguiente, bien alec- cionada Fidela, el baluarte de la avaricia de don Francisco fué atacado con fuerzas tan des- comunales, que al fin no tuvo más remedio que rendirse. «Muy á disgusto — dijo el tacaño mordiéndose 122 B. PÉREZ GALDÓS los pelos del bigote, y echándoselas de vícti- ma,— cedo, porque Fidela esté contenta. Pero tengamos juicio. No saldremos más que veinte ó treinta días, ¡cuidado! Yatodo ello, señora mía>^ ha de hacerse con el menor dispendio posible* No estamos para echarlas de príncipes. Viajare- mos en segunda... — ¡Pero D. Francisco...! — En segunda, con billete de ida y vuelta. — Eso no puede ser. ^raya, tendré que coger el bastón de mando... ¡En segunda! No se puede tolerar que así olvide usted el decoro de su nombre. Déjeme á mí todo lo concerniente al viaje. No iremos á San Sebastián, ni á Biarritz^ lugares de ostentación y farsa; nos instalaremos modestamente en una casita de Hernani... Ya la tengo apalabrada. — ¡Ah! ¿usted, por sí y ante sí, había dispues- to...? —Por mí y ante mí. Y todo eso, y aún mu- cho más, que callo ahora, tiene usted que agra- decerme. Con que chitón... — Es que.., . — Digo que no se hable más del asunto, y que yo me encargo de todo... Ya... por usted iríamos en la perrera. Bonita manera de corres- ponder á la opinión, que ve en usted... — ¿Qué ve, qué puede ver en mí, ¡nales! eik polvo!, más que un desgraciado, un mártir de las ideas altanerísimas de usted, un hombre que está aquí prisionero, con grillos y esposas, y que no puede vivir en su elemento, ó sea el TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 123 ahorro... la mera economía del ochavo, que sé- gana con el santo sudor?... — ¡Hipócrita... comediante! Si no gasta ni el décimo de lo que gana— contestó la autócrata con brío. — Si ha de gastar más, muchísimo más. Váyase preparando, pues he de ser implacable. — Máteme usted de una vez... pues soy tan bobo, que no sé resistirle, y me dejo desnudar,, y dar azotes, y desollar vivo. — Si ahora empezamos. Y le participo que su& hijos saldrán á mí, quiero decir, que saldrán á su madre. Serán Águilas, y tendrán todo mi sér, y mis pensamientos... — ¡Mi hijo ser Águila...! — exclamó Torquema- da fuera de sí. — ¡Mi hijo pensar como usted... mi hijo desbaldándome!... ¡Oh! señora, déjeme en paz, y no pronuncie talas erejías, porque no sé... soy capaz de... Que me deje le digo... Esto es demasiado... Me ciego, se me sube la sangre á la cabeza. — ¡Qué tonto!... ¿Pues qué más puede de- sear?— dijo la dama, mirándole risueña y ma- leante desde la puerta. — Aguila será,.. Águila neto. Lo hemos de ver... lo hemos de ver.» Por todo pasaba D. Francisco menos porque se creyera que su hijo presunto había de ser otro que el mismo Valentín, reencarnado, y vuelto al mundo en su prístina forma y carác- ter, tan juicioso, tan modosito, con todo el ta- lento del mundo para las matemáticas. Y tan á pechos lo tomaba el muy simple, que si Cruz hubiera insistido en aquella broma, de fijo se 124 B. PÉREZ GALDÓS habría desvanecido el sortilegio que subordina- ba una voluntad á otra, y recobrada la libertad, el tacaño habría puesto su mano vengativa en la tirana que le atormentaba. Volvíase tarumba con semejante idea. ¡Su hijo, su Valentín ser Aguila, en vez del Torquemadita fino que anda- ba por los ámbitos de la Gloria, esperando su nueva salida al mundo de los vivos! No, hasta ahí podían llegar las bromas. Pasóse toda aque- lla tarde sumergido en tristes meditaciones so- bre aquel caso, y por la noche, después de tra- bajar á solas en su despacho del segundo, se me- tió en el gabinete reservado del mismo piso, donde conservaba el bargueño de marras, y so- bre él la imagen fotográfica del chico, aunque ya despojado totalmente de las apariencias de altarucho. Paseándose de un ángulo á otro da la estancia, dió el usurero todas las vueltas y contorsiones imaginables á la idea en mal hora expresada por su hermana política. «¡Vaya, que decir que tú serás Aguila! ¿Has visto que insolencia?» Miró al retrato fijamente, y el retrato callaba, es decir, su carita compungida no expresaba más que una preocupación muda y discreta. Desde que se acentuó el engrandecimiento so- cial y financiero de su papá, Valentinico ha- blaba poco, y por lo común no respondía más que sí y no á las preguntas de D. Francisco. Verdad que éste no pasaba las noches en aque- lla estancia* luchando con el insomnio rebelde, ó con la fiebre numérica. TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 125 «¿No oyes lo que te digo? Que serás Aguila. ¿Verdad que no? (Creyendo ver en el retrato una ligera indicación negativa.) Claro: lo que yo decía. Es un desatino lo que piensa esa buena señora.» Volvió á su despacho, y estuvo haciendo cuentas más de media hora, recalentándose el cerebro. De pronto, los números que ante sí te- nía empezaron á voltear en espantoso vórtice, que los hacía ilegibles, y de en medio de aquel polvo que giraba como á impulso de un hura- cán, saltó Valentinito dando zapatetas, y enca- rándose con el autor de sus días (todo esto en el centro del papel), le dijo: «Papá, yo quiero dir en ferrocarril...» Luchó el buen señor un instante con aquella juguetona imagen, y la desvaneció al fin pasán- dose la mano por los ojos y echando hacia atrás su pesada cabeza. El ordenanza se le acercó para decirle que las señoras, sentadas ya en la mesa, le aguardaban para comer. Gruñó Torquemada al oir afirmar al sirviente que ya le había lla- mado tres veces, y al fin desperezóse, y con paso y actitudes de embriaguez bajó al princi- pal por la escalera de servicio que al objeto se había construido. Por el camino iba diciendo; «Que quiere correrla en ferrocarril— ¡Bah! ga- terías de su madre... Todavía no ha nacido, y ya me lo están echando á perder.» 126 B. PÉREZ GALDÓS V Todo Mayo y parte de Junio dedicólos don Francisco con alma y vida á. la Sociedad forma- da para la explotación del negocio de la contra- ta, y con ayuda de Donoso, emulando los dos en actividad ó inteligencia, armaron toda la ma- quinaria administrativa, la cual, si respondía en los hechos á su perfecto organismo, había de marchar como una seda. A Torquemada corres- pondía la alta gerencia del negocio, como prin- cipal capitalista. Donoso se encargaba de las re- laciones de la Sociedad con el Estado, y de toda gestión oficinesca. Taramundi corría con las compras del artículo en Puerto Rico, y Serrano en los Estados Unidos, donde tenía un primo establecido, con casa de comisión en Brooklyn. Convinieron en que todo funcionaría ordena- damente antes de partir para el veraneo, pues en Diciembre debía hacerse la primera entrega de boliche y en Febrero la de Virginia. El sumi- nistro de ambas hojas les fué adjudicado, por formal contrata, en Mayo, no sin protesta de otros tales, que hicieron ó creían haber hecho á la Hacienda proposición más ventajosa; pero como eran gentes desacreditadas y de antece- dentes deplorables en aquel fregado, á nadie sorprendió que el ministro les postegara, aga- rrándose á no sé qué triquiñuelas de la ley. TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 127 Puestas de acuerdo en todo las cuatro principa- les fichas de aquel juego, pues aunque había otros partícipes, no tocaban un pito en la ges- tión, por ser de poca monta el capital impuesto, ya no había más que trabajar como fieras, á fin de que el negocio saliese redondo y limpio. En los días que precedieron á la expedición Vera- niega, Torquemada y D. Juan Gualberto Serra- no se entendieron á solas en algunos puntos re- ferentes á las compras de rama en los Estados Unidos, y ello quedó entre los dos, sin dar cono- cimiento á Donoso ni á Taramundi. Era que don Francisco, con su instintivo conocimiento de la humanidad, bajo el aspecto del toma y daca, vió desde el primer instante en qué consistía el resorte maestro de aquel arbitrio, comprendien- do que de proceder de esta ó de la otra manera, dependía que el liquido fuese simplemente bue- no, ó que resultase tal que podrían meter el brazo hasta más arriba del codo. Apenas hubo el tacaño propulsado la voluntad de D. Juan Gualberto, éste respondió con cuatro palabras? que querían decir: «aquí está el hombre que se necesita.» Y con estas impresiones, Serrano se fué á Londres, donde debía avistarse con su primo, y Torquemada partió para Hernani con la familia. La de Taramundi se instaló en San Sebastián. Donoso no salía de Madrid, porque su señora, en quien se había complicado enorme- mente la caterva de males, no podía moverse, ni había para qué, pues en ninguna parte había con ritmo melancólico, el son aflautado que pa- rece marcar la cadencia grave del péndulo de la eternidad. Ninguna otra voz, fuera de éstas,, sonaba en cielo y tierra. Largo tiempo estuvieron Cruz y Rafael con- templando las sombras del jardín, y la figura de D. Francisco que iba y venía, también con mesurado ritmo, de un extremo á otro, pasando y repasando como ánima de pecador insepulto que viene á pedir que le entierren. Movida de un estado particularísimo de su ánimo, y por efecto también quizás de la serenidad poética de la noche, Cruz sintió pena intensísima ante aquel hombre, abrumado por la nostalgia. Con- sideró que si por él había salido de la espantosa miseria la noble familia del Aguila, ésta debía corresponderle dándole la felicidad que me- recía. Y en vez de procurarlo así, la directora del cotarro le contrariaba llevándole á grande- zas sociales que repugnaban á sus hábitos j 10 146 B. PÉREZ (JALDOS á su carácter. ¿No era más humano y generoso dejarle cultivar su tacañería, y que en ella se gozara, como el reptil en la humedad fangosa? Porque, á mayor abundamiento, el pobre hom- bre, sacado de su natural esfera, sufría los mor- discos de la calumnia, y si dejaba de ser ridícu- lo en una forma, lo era en otra. ¿No tenía ella la culpa de todo, por meterse á encumbradora de gente baja, y por querer hacer de un zafio un caballero y un prohombre? Este remusguillo de su conciencia, y la compasión vivísima que hacia su hermano político sintió en aquella hora solemne de la noche de verano, moviéronla á dirigirle palabras afectuosas. Echando su cuer- po fuera de la ventana, le dijo: «¿No teme usted, D. Francisco, que el sereno le haga daño? No hay que fiarse mucho de los calores de esta tierra. — Estoy bien — replicó el tacaño, aproximán- dose á la ventana. — Me parece que ha salido usted con poco abrigo. Por Dios, no nos coja usted un reuma, ó un catarro fuerte. — Pierda cuidado. Tendría que ver que por huir de aquel calorcito de Madrid, tan agrada- ble, y, por más que digan, higiénico, viniese uno á enfermar en los calores húmedos de esta tierra, tan sumamente acuática. — Vale más que entre usted aquí, y nos acompañaremos los tres hasta que tengamos sueño.» Rafael se aproximó también á la ventana. En TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 147 aquel instante, como si los sentimientos de Cruz se le comunicaran por misterio magné- tico, sintió asimismo lástima del hombre que odiaba. «Entre, D. Francisco — le dijo, pensando que la ilustre familia hambrienta había engañado á su favorecedor, utilizándole para redimirse, y que después de sacarle de su elemento para ha- cerle infeliz, le cubría de una ridiculez más grave que la que él había echado sobre ella. Entráronle deseos de reconciliarse con el bárba- ro, guardando siempre la distancia, y de devol- verle en forma de amistad compasiva la protec- ción material que de él recibía. Como ambos hermanos insistieran en llevarle á su lado, no pudo ser insensible el tacaño á es- tas demostraciones de afecto, y entró, echando peste contra el clima del país vasco, contra los alimentos, y sobre todo contra las picaras aguas, que eran, sin género de duda, las peores del mundo. «Está usted aquí fuera de su centro — díjole Rafael, que por primera vez en su vida le habla- ba con afabilidad. — No puede usted vivir aleja- do de sus queridos negocios.» Oyendo esto, Cruz tuvo una inspiración, y al instante saltó de la voluntad á la palabra. «Don Francisco, ¿quiere que nos vayamos mañana?» Tanta sorpresa causó al aburrido negociante la proposición, que no creyó que su cuñada le hablaba formalmente. 148 B. PÉREZ GALDÓS «Usted me busca el genio, Crucita. — Y la verdad — indicó Rafael; — para lo que hacemos aquí... Fresco no lo hay; en cambio abundan los mosquitos, y otra casta de alimañas peores, los amigos importunos y mortificantes . — Eso es hablar como la Biblia. — Propongo que salgamos mañana — dijo la hermana mayor con resolución. — Ea, si don Francisco quiere... — ¡Que si quiero!... Re-Cristo, ¿pues acaso es- toy por mi gusto en esta tierra maldecida... ó por contentamiento de ustedes, y obediencia al fuero de la puerquísima moda? — Mañana, sí — repitió el ciego batiendo palmas. — ¿Pero lo dicen de verdad, ó es ganas de ma- rear más? — De verdad, de verdad.» Y convencido de que no era broma, púsose el tacaño tan gozoso, que sus ojos relumbraban como las estrellas del cielo. «¡Con que mañana! No podía usted determinar, Crucita de mi alma, cosa más de mi agrado, ya estaba yo aquí como el alma de Garibaldiy suspenso y aburrido, mi- rando al cielo y á la tierra, y acordándome de mis cosas de Madrid, como se acordaría de la gloria divina, el que, después de gozarla, se ve enchiquerado en los profundos abismos del in- fierno... ¿Con que mañana, Rafaelito? ¡qué gus- to! Dispénseme: soy como un chiquillo á quien dan punto para las vacaciones. Mis vacaciones son el santo trabajo. No me divierte esta vida TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 149 boba del campo, ni le encuentro chiste á la mar salada de San Sebastián; ni estas pamemas del baño y el paseíto se han hecho para mí. El verde para quien lo coma; y el campo natural es me- ramente una tontería. Yo digo que no debe haber campiñas, sino todo ciudades, todo calles y gente,.. El mar sea para las ballenas. ¡Mi Ma- drid de mi alma! .. ¿Con que es de veras que ma- ñana? Para otro año viene la familia sola, si quie- re fresco caro. Yo á mi calor barato me atengo. Digan lo que quieran, pasado el 15 de Agosto, se templa Madrid, máxime de noche, y da gus- to salir á tomar la fresca por aquellos altos de Chamberí. Pues digo, ahora que empiezan los melones y el riquísimo albillo... ¡Cristo! por no hacer ruido y dejar á Fidela que duerma, no me pongo á hacer el equipaje ahora mismo. ¿Á qué ahora pasa el tren de San Sebastián? Á las diez. Pues en cuanto amanezca pedimos el co- che y salimos pitando... No hay que volverse atrás, Crúcita. Usted es la que manda; pero no nos engañe con dedadas de miel, vulgo prome- sas,, que bien me merezco la realidad de esta vuelta á Madrid, por la paciencia con que he venido á es\;as tierras chirles, sin más objetivo que zarandear á la familia, y darnos tono ¡con cien mil Biblias! tono... Siempre el dichoso buen tono y que á mí me parece un tono muy mal en- tonado.» 150 B. PÉREZ GALDÜ.S VIII Partieron, pues, aquella mañana, con asombro y extrañeza de toda la colonia, en la cual no faltó algún desocupado caviloso que se diese á buscar la razón de aquel súbito regreso, que más bien parecía fuga, y descubriera nada me- nos que una grave discordia matrimonial. Ello es que iban todos contentos á Madrid, y Tor- quemada como unas páscuas. ¡Con qué alegría vió el semblante risueño de su cara Villa, sus calles asoleadas, y sus paseos polvorosos, pues aún no había llovido gota! ¡Y qué hermosura de calor picante! Que no le dijeran á él que había lugares en el mundo más higiénicos. Para mias- mas, Hernani, que por ser cargante en todo, has- ta tenía nombre de música. ¡Cuándo se ha visto,. Señor, que los pueblos se llamen como las óperas! Entró de lleno en la onda de sus negocios, como pato sediento que vuelve á la charca; pero 'hallándose aún ausentes muchas personas del elemento oficial y del elemento particular \ no encontró la ocupación plena que hubiera de- seado. Con todo, su contento era grande; y para completarlo, Cruz no le mortificaba con nuevos planes de engrandecimiento. Otra novedad di- chosa era que Rafael se había suavizado en su trato con el tacaño, y hasta parecía desear te- nerle por amigo. Antes del viaje, apenas cam- TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 151 biaban más palabras que las generales de la ley , el saludo por las mañanas, y por la noche cua- tro frases insubstanciales acerca del tiempo. Al regreso de Hernani, solían acompañarse al- gunos ratos, y el ciego le mostraba considera- ción, algo parecida al afecto, le oía con calma, y hasta le pedía su parecer sobre asuntos corrien- tes de política, ó sobre cualquier suceso del día. Pero lo más particular de todo esto era que la buena de Cruz, que había bebido los vientos por las paces de los dos cuñados, y de continuo les incitaba á la concordia, en cuanto les veía char- lando sosegadamente, parecía sobresaltada, y no se apartaba de ellos, cual si temiera que alguno de los dos se fuese del seguro. Debe advertirse que por aquellos días (Septiembre y Octubre), la opinión de Cruz sobre el estado cerebral de su desdichado hermano era más pesimista que nunca, á pesar de que el pobrecito no desentona- ba ya, ni reía sin motivo, ni se irritaba. «Si ahora le tenemos tranquilo, y no nos da ninguna guerra — le decía Fidela, — ¿por qué temes...? — La calma bochornosa suele anunciar gran- des tempestades. Prefiero verle nerviosillo y un poco charlatán, á que se nos encierre en ese spleen sombrío, con apariencias sospechosas de buen juicio en lo poco que habla. En fin, Dios dirá.» En todo Septiembre tuvo D. Francisco el gusto de no ver á muchas personas de las que ordinariamente iban á la casa, y que rodabán 152 B. PÉREZ GALDÓS todavía por playas y balnearios, algunos en París; y aumentó sa gusto la única excepción de aquella desbandada, Zárate, que por la escasez que suele acompañar á la sabiduría, no vera- neaba más que quince ó veinte días en El Esco- rial ó Colmenar Viejo. Buenos ratos pasó el tacaño con su amigo y consultor científico, casi solos to- das las noches, platicando sobre temas sabrosísi- mos, como la cuestión de Oriente, los abonos quí- micos, la redondez de la tierra, el Papado en sus relaciones con el Reino de Italia, las pesque- rías del Banco de Terranova... ,En aquella tem- porada de fecundos progresos, aprendió D. Fran- cisco dicciones muy chuscas, como la tela de Pe- nepote, enterándose del por qué tal cosa se decía, la espada de Damocles, y las ka leudas griegas. Además leyó por entero El Quijote, que á trozos conocía desde su mocedad, y se apropió infini- dad de ejemplos y dichos, como las monteras de Sancho, peor es meneallo, la razón de la sinrazón, y otros qué el indino aplicaba muy bien, con castellana socarronería, en la conversación. Charla que te charla, hablaron de Rafael, ha- ciendo notar Zárate que sus apariencias de so- siego mental no inspiraban confianza á la herma- na mayor, á lo que contestó D. Francisco que su cuñado no regía bien del cerebro, y que más tarde ó más temprano había de salir con alguna gran peripecia. «Pues yo tengo sobre esto una opinión — dijo Zárate, — que me aventuro á consultar con usted á condición de absoluta reserva. Es una opi- TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 153 nión mía; quizás me equivoque; pero no renun- cio á ella mientras los hechos no me demuestren lo contrario. Yo creo... que nuestro joven no está loco, sino que lo finge, como lo fingía Hamlet, para despacharse á su gusto en el proceso de un drama de familia. — ¡Drama de familia! Aquí no hay drama ni comedia de familia, amigo Zárate — replicó don francisco. — No hay más sino que el caballero # aristócrata y un servidor de usted hemos estado de puntas... Pero ya parece que se da á partido y yo me dejo querer... Naturalmente, más vale que haya paz en casa. Esta es la razón de la sinrazón, y no digo nada de las inconveniencias y tonterías de mi hermano político. Peor es me- neallo... Por lo demás, creo también que en al- gunos períodos, su locura ha sido figurada, como la de ese señor que usted cita tan oportu- namente.» Y se quedó con la duda de quien sería aquel Jamle; pero no quiso preguntarlo, prefiriendo dar á entender que lo sabía. Por el nombre y lo de fingirse loco, se le antojaba que el tal debía de ser poeta. «Celebro que estemos conformes en este pun- to Sr. D. Francisco — dijo Zárate. — Hallo entre nuestro Rafael y el infortunado príncipe de Di- namarca muchos puntos.de contacto. Ayer, sin ir más lejos, hablaba solo el pobre ciego, y dijo cosas que me recordaron el célebre monólogo io be or not to be. — Efectivamente, algo dijo de aquello. Yo lo 154 B. PÉREZ GALDÓS noté, y no se me escaparon los puntos de contac- to. Porque yo observo y callo. — Eso, eso justamente es lo que procede, ob- servarle, — El pobrecillo tira mucho á poeta, ¿verdad? — Verdad, — Y diciendo poesía, se dice poco juicio, el meollo revuelto. — Exactamente. — Y á propósito, amigo Zárate: me sorprende que á los poetas se les den tantas denominacio- nes. Les dicen vates, les dicen también lardos. Crea usted que me he desternillado de risa le- yendo un artículo que le dedican á ese chiqui- llo á quien yo protejo, y el condenado crítico le llama lardo acá, lardo allá, y le echa unos in- ciensos que apestan. Á los versos que ese chico compone los llamaría yo lárdales, porque aque- llo no hay cristiano que lo entienda, y se pier- de uno entre tanta hojarasca. Todo se lo dice al revés. En fin, peor es meneallo.» Mucho celebró el pedante la ocurrencia, y pasaron á otro asunto, que debía de ser algo de socialismo y colectivismo, porque al día si- guiente salió Torquemada por esas calles hecho un erudito en aquellas materias. Hallaba puntos de contacto entre ciertas doctrinas y el principio evangélico, y envolvía sus disparates en frases cogidas al vuelo y empleadas con dudosa opor- tunidad. Don Juan Gualberto Serrano, que regresó á fines de Septiembre, trájole muy buenas noti-v TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 155 cias de Londres. Las compras de rama se harían por personas idóneas para el caso, muy prácticas en aquel comercio, y que sabrían ajustarse á los precios indicados, aunque tuvieran que apencar con las barreduras de los almacenes. Por este lado no había que pensar más que en atracarse de dinero. Propúsole además otro negocio, basa- do en operaciones de banqueros ingleses sobre fondos de nuestro país, y lo mismo fué anun- ciarlo, que Torquemada lo calificó de grandísi- mo disparate. En principio, la combinación era buena, y pensando en ella el tacaño por espacio de dos ó tres días, encontró un nuevo desarrollo práctico del pensamiento, que propuso á su amigo, y éste lo tuvo por tan excelente, que le abrazó entusiasmado. «Es usted ungenio,amigo mío. Ha visto el negocio bajo su único aspecto positivo. El plan que yo traía era un caos, y de aquel caos ha sacado usted un mundo, /un ver- dadero mundo. Hoy mismo escribo á los inven- tores de esta combinación, Proctor y Ruffer, y les diré cómo vé usted la cosa. De seguro les pa- recerá de perlas, y al instante nos pondremos á trabajar. Es cosa de liquidar medio millón de reales cada año. — No digo que no. Escriba usted á esos seño- res. Ya sabe usted mi linea de conducta. En las condiciones que propongo, entro, vaya si en- tro.» Largo rato hablaron de este embrollado asun- to, quedando de acuerdo en todo y por todo, y cuando ya se despedía Serrano, pues almorzaba 156 B. PÉREZ GALDÓS aquel día con el Presidente del Consejo, (como casi todos los de la semana), le dijo con sem- blante gozoso: «Aquéllo me parece que es cosa hecha. —¿Y que es aquello? — ¿Pero no sale usted...? ¿No le ha dicho Cruz...? — Nada me ha dicho — replicó D. Francisco receloso, sospechando que aquello era un nuevo tiento que la gobernadora pensaba dar á su bol- sillo. — ¡Ah! pues téngalo por hecho. —¿Pero qué...? ¡Biblias coronadas! ¿Es de veras que no tiene noticia? — Lo que tengo es el alma en un hilo, ¡nales/ ¿Apostamos á que ahora viene la bomba que me tiene anunciada?... Vamos, que ya estoy echan- do setenta llaves á la caja. — No, no tendrá usted que gastar sino muy poco dinero... Un almuercito á los compromisa- rios... una docena de telegramas... — ¿Pero qué, con cien mil pares de copones? — Que le sacamos á usted senador.* — ¡A mí!... ¿Pero cómo, vitalicio, ó...? — Electivo. Lo otro vendrá después. Primero se pensó en Teruel, donde hay dos vacantes; luego en León. Vamos, representará usted á su tierra, el Bierzo... — Menuda plaga va á caer sobre mí. Dios me guarezca de pretendientes berzanos, y de pedi- güeños de toda la tierra leonesa. — ¿Pero no le agrada...? TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 157 t — No... ¿Para qué quiero yo la senadurías Nada me da. \ — Hombre... sí... Esos cargos siempre dan. Por lo menos, nada se pierde, y se puede ga- nar algo... — ¿Jf aun algos? — Sí, señor, y aun muchísimos algos. — Pues acepto la ínsula. Iremos al Senado, vulgo Cámara Alta, y si me pinchan, diré cuatro verdades al país. Mi desiderátum es la reducción considerable de gastos. Economías arriba y aba- jo; economías en todas las esferas sociales. Que se acabe esa tela de Penélope de nuestra adminis- tración, y que se nivele ese presupuesto, sobre el cual está suspendida, como una espada de Da- mocles, la bancarrota. Yo me comprometía á arreglar la Hacienda en dos semanas; pero para ello exigiría un plan radicalísimo de economías. Esta será la condición sine qua nom, la única, la principal de todas las condiciones sine qua nones.» IX No se le cocía el pan á D. Francisco hasta no explicarse con su cuñada sobre aquel asunto, y á la mañana siguiente, mientras se desayunaba, la interrogó con timidez. «Nada quería decir á usted hasta no tener el pastel cocido — contestóle Cruz sonriendo.— Por cierto que no estoy contenta ni mucho menos 158 B. PÉREZ GALDOS de nuestra gestión, y pienso que no servimos para el caso. Monte-Cármenes y Severiano Ro- dríguez nos habían prometido que sería para usted una de las vacantes de senador vitalicio, y á vueltas de muchos cabildeos y conferencias salen con que el Presidente tiene compromisos y qué sé yo qué. A un hombre como usted no se le puede regatear la senaduría vitalicia, ni se le contenta poniéndole en la mano la porquería de un acta, ¡un acta! que está hoy al alcance de cualquier catedratiquillo, de un triste prohom- bre de campanario, ó del primer intrigante que salte por ahí. Y el Ministro de Hacienda no está menos indignado que yo. Tuvo una trapatiesta con el Presidente... ¡Pues no se habla poco...! — No lo sabía — dijo Torquemada estupefacto. — Han rifado por mi senaduría vitalicia. ¡Vaya una simpleza! Ni qué falta me hace á mí ser senador, y sentarme en aquellos bancos. Unica- mente por tener el gusto de decir cuatro verda- des, pero verdades, ¿eh? Por lo [demás, yo no lo ambiciono, ni de cerca ni de lejos. Mi linea de conducta es trabajar en mi negocio, sin echar facha... Y si quieren darle ese turrón á otro, que se lo den, y buen provecho le haga. —Yo pensé no aceptarla; pero lo tomarían á desaire, y no conviene... Seremos, digo, será usted senador electivo, y representará á su país natal. — Villaf ranea del Bierzo.j La provincia de León. —Ya estoy viendo la nube de parientes con TORQCJEMADA EN EL PURGATORIO 159 hambre atrasada que van á caer sobre mí como la langosta... Usted se encargará de recibirles, y de irles despachando con un buen jabón; que para estos casos viene muy bien su pico de oro. — Paes sí, yo me encargo de ese ramo. ¿Qué no haré yo para tenerle á usted contento, y rodeado de satisfacciones? — Ay, Crucita de mi alma — dijo Torquemada palideciendo. — Ya estoy viendo venir la puña- lada. — ¿Por qué lo dice? — Porque cuando usted me halaga y me son- ríe, es que viene contra mí navaja en mano, pi- diendo la bolsa ó la vida. — ¡Ay, no lo crea usted! Estoy muy benigna de algún tiempo acá. No me conozco. Ya ve que le dejo acumular tranquilamente sus fabu- losas ganancias. —Cierto es que desde que volvimos de aquel condenado Hernani, no ha salido usted con nin- guna tecla de nuevos encumbramientos, y por mde9 de nuevos gastos. Pero yo tiemblo, porque tras de la calma vienen truenos y rayos, y como usted me amenazó hace tiempo con una muy gorda... — ¡Ah! es que esa, el trueno gordo, está pen- diente de discusión aquí {apuntándose á la fren- te con su dedo índice). Es cosa muy grave, y no acabo de decidirme. — Dios nos asista y la Virgen nos acompañe, con todas las Biblias pasteleras en pasta y por 160 B. PÉREZ GALDÓS empastar. ¿Y qué idea del demonio es esa que usted acaricias — A su tiempo lo sabrá — replicó la señora3 retirándose por el foro del comedor, y sonrien- do graciosamente desde la puerta,» Y era verdad que la gobernadora, si no había- renunciado á su magno proyecto, teníala en la cartera de lo dudoso y circunstancial. Para de- cirlo todo claro, desde el viaje á Hernani, se ha- bían quebrantado sus firmes propósitos de en- grandecimiento. La atroz calumnia de que se tiene noticia, y que lejos de desvanecerse en Madrid, corría y se hinchaba ganando pérfi- damente la opinión, fué lo que determinó en su espíritu un salto atrás, y algo como remordi- miento de haber sacado á la familia de la obscu- ridad, después del matrimonio con el tacaño. ¿No habrían sido más felices ellas, más feliz é\r sin género de duda, en una medianía sosegada^ con el pan de cada día bien seguro, entre cuatro paredes? Esta idea la atormentó algunos días, y aun semanas y meses, y casi estuvo á punto de deshacer todo lo hecho, y proponer á su esclavo que se fueran todos á vivir á un pueblo, donde no se viera más frac que el del alcalde el día de la Santa Patrona, donde no hubiera jóvenes ele- gantes y depravádos, viejas envidiosas y parlan- chinas, políticos en quienes la vida parlamenta- ria corrompe todas las formas de la vida, damas que gustan de que se hable de faltas ajenas para cohonestar mejor las propias, ni tantas formar y estilos, en fin, de relajación moral. rORQUEMADA EN EL PURGATORIO 161 Vaciló algún tiempo, pasándose las noches en cavilaciones penosas; y al fin su espíritu hubo de decidirse por seguir adelante en el cami- no trazado. La violencia del impulso adquirido imposibilitaba la detención súbita, equivalente á un choque de graves consecuencias. Lo menos malo era ya continuar hacia arriba, siempre en busca de mayores alturas, con majestuoso vuelo de águilas, despreciando las miserias de abajo, y esperando perderlas de vista por causa de la distancia. Su mente se excitaba con estas ideas, y le hervían en ella ambiciones desmedidas, cuya realización, además de engrandecer á los suyos, servíale para hacer polvo á los indignos Komeros y á toda la ruin caterva de envidiosos» Fidela, en tanto, desconocía en absoluto estas internas luchas de su hermana y el hecho des- agradable que las motivó. Había llegado á ser, por su interesante situación física, un objeta precioso de extraordinaria delicadeza y fragili- dad, que todos resguardaban hasta del aire. Fal- taba poco para que la pusieran bajo un fanal. Su apetito de las golosinas llegó á tomar las for- mas de capricho más extravagantes. Se le anto- jaban guisantes en confitura para postre; á veces apetecía las cosas más ordinarias, como castañas pilongas, y aceitunas de zapatero; cenaba co- múnmente pájaros fritos, que le habían de servir £on gorros colorados hechos de rabanitos; se hartaba de berros aliñados con manteca de vaca. Pedía barquillo á todas horas del día, pi- ñones tostados para después del chocolate, y 11 162 B. PÉREZ G ALDOS á las once gelatinas y algún bait jlillo de aña- didura. Transcurrían los meses sin que se enterara de los rumores infames que algunos amigos, ó enemigos, habían hecho correr acerca de ella, suponiéndola infiel; y tan ignorante se hallaba de las calumnias, como inocente del feo pecado que le imputaron, atenuándolo con disculpas no menos odiosas que el pecado mismo. Su pu- reza y la limpidez de su alma eran verdadera- mente angelicales, pues ni se le ocurría que ta- les absurdos pudieran decirse, ni soñó jamás con el peligro de opinión que tan de cerca la ronda- ba. Creyérase que no había en ella más prurito que vivir bien en el orden vegetativo, á cien mil leguas de todos los problemas psicológicos. Juzgándola con la ligereza propia de un sabio superficial, de éstos que engullen revistas y periódicos, pero que no observan la vida ni ven la médula de las cosas, el tonto de Zárate decía: «Es una estúpida, un ser enteramente atrofia- do en todo lo que no sea la vida orgánica. Des- conoce el elemento afectivo. Las pasiones son le- tra muerta para esta hermosa pava real, ó gati- ta de Angora.» Y Morentín desmentía tan cerrada opinión, prometiéndoselas muy felices para después que aquéllo pasase. Pero Zárate, que era de los pocos que desmentían las voces calumniosas, quitába- le al otro las esperanzas, asegurando que la ma- ternidad despertaría en ella instintos contrarios á toda distracción, haciéndola estúpidamente TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 163 honrada, é incapaz de ningún sentimiento ex- traño al cuidado de la cría. Disputaban sin tre- gua los dos amigos sobre aquel tema, y acaba- ban por reñir, echándose en cara recíprocamen- te, el uno su fatuidad, el otro su pedantería. Cuidaba D. Francisco á su mujer como á las niñas de sus ojos, viendo en ella un vaso de ma- teria ñ agilísima, dentro del cual se elaboraban todas las combinaciones matemáticas que ha- bían de transformar el mundo. Era la encarna- ción de un Dios, de un Altísimo nuevo, el Me- sías de la ciencia de los números, que había de traernos el dogma cerrado de la cantidad, para renovar con él estas sociedades medio podridas ya con la hojarasca que de tantos siglos de poesía se ha ido desprendiendo. No lo expresaba él así; pero tales eran, mutatis muiandis, sus pensamientos. Y á los cuidados dengosos del ta- caño, correspondía Fidela con un cariño frío, dulzón y desleído, sin intensidad, única forma de afecto que en ella cabía, y á la cual daba es- tilos muy singulares, á veces como el que se usa para querer á los animales domésticos, á ve- ces semejante al afecto filial. Sus amores de familia se condensaron siempre en Rafael. Pues en aquellos días no hacía gran caso de su hermano, ni se afanaba por si comía bien ó mal, ó si estaba de buen humor. Verdad que los cuidados de su hermana la relevaban de toda preocupación respecto al ciego, y éste, des- pués de la boda, no pasaba tantas horas en dul- ce^ intimidad con la señora de Torquemada. Ha- 164 B- PÉREZ GALDÓS bíase iniciado entre uno y otro cierto despego^, que sólo se manifestaba en imperceptibles acci- dentes de la acción y la palabra, tan sólo nota- dos por la agudísima, por la adivinadora Cruz. Una tarde, al volver Torquema'fia de sus co- rrerías de negociante, encontró á Fidela sola en el gabinete, llorando. Cruz había salido á com- pras, y Rufinita, que pasaba allí algunas tardes acompañando á su madrasta (compañía que, dicho sea de paso, era muy del agrado de ésta), no había ido aquel día, lo que contrarió mucho al tacaño. «¿Qué tienes; qué te pasa? ¿Por qué estás sola? Y esa Rufina de mis pecados, ¿en qué piensa que ro viene á darte palique? ¡Para lo que ella tiene que hacer en su casa!... A ver, ¿por qué lloras? ¿Es porque no han querido darme la vi- talicia? (Denegación de íidela.) Bien decía yo que por eso no era. Al fin y á la postre, lo mis- mo da por lo electivo, aunque la verdad, esto de la senaduría no viene á llenarme ningún vacio.., Fidela, dime por qué lloras, ó me enfado de veras^ y te digo cosas malas, Biblias y Cristos, y todo el palabreo que uso cuando me da la corajina. — Pues lloro... porque me da la gana — repli- có Fidela echándose á reir. — ¡Bah! ya te ríes, de lo cual se desprende que no es nada. — Algo hay; cosas de familia... —¿Pero qué, por vida de la...? — Rafael... — murmuró Fidela volviendo á llorar. TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 165 — ¿Rafaelito, qué? —Que mi hermano no me quiere ya. — Acabáramos. ¿Y qué te importa? Digo, ¿en qué lo has conocido? ¿Ya vuelve elpunto ese con sus necedades? — Esta tarde me ha dicho unas cosas que... que me ofenden, que no están bien en su boca. — ¿Qué te ha dicho? — Cosas... Nos pusimos á hablar de la función de anoche... Dijo cosas muy chuscas; reía y de- clamaba. Luego me habló de ti... No, no creas que habló mal. Al contrario, te elogiaba... Que eres un gran carácter, y que yo no te merezco. — ¿Eso dijo?... Pues sí que me mereces. — Que eres digno de lástima. — ¡Hola, hola! Lo dirá por los .saqueos de tu hermana, y por lo esquilmado que me tiene. — No es por eso. — ¿Pues por qué, nales? — Si dices indecencias me callo. — No, no las digo, ¡nales, re-nales! Tu herma- nito me está cargando otra vez; repito que me está cargando, y al fin será preciso que evite- mos todo punto de contacto entre él y yo. X — Pues de repente se puso á decirme cosas — añadió Fidela, — con entonación trágica, frases muy parecidas á las que le decía Hamlet á su madre cuando descubre... 166 B. PÉREZ GALDÓS — ¿Qué?... ¿Y quién es ese Jamle, ¡Cristo!? quién es ese punto que ya me va cargando á mí también, pues Zárate me lo saca también á relucir á cada triquitraque. ¡Jamle, dale con Jamle! — Era un Príncipe de Dinamarca. — Sí; que andaba averiguando aquello de ser ó no ser. ¡Valientfe bobería! Ya lo sé... ¿Y qué tiene que ver ese mequetrefe con nosotros? — Nada. Pero mi hermano no está bien de la cabeza, y me ha dicho lo que Hamlet á su madre... —Que también debía de ser una buena ficha. — No era de lo mejor... Verás: esto pasa en una de las más hermosas tragedias de Shakes- peare. — ¿De quién?... ¡Ah! el que escribió el Si de las niñas. — No, hombre... ¡Qué bruto eres! — Ya; el autor de... de la... En fin, sea quien fuere, poco me importa, y en sabiendo que ese Jamle es todo invención de poetas, no me inte- resa nada. Que lo parta un rayo. Pasemos á otra cosa, niña. No hagas caso de tu hermano, y lo que él te diga, óyelo como si oyeras llover... ¿Y tu hermana? — Ha ido á compras. — ¡Ay, Dios mío, qué dolor siento aquí! —¿Dónde? — En el santo bolsillo. ¡Á compras! Adiós mi liquido. Tu hermana y yo vamos á acabar maL ¿Qué proyectos abrigará; qué nuevos grávame- TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 167 nes me esperan?... Estoy temblando, porque hace tiempo, desde antes del verano, me tiene anunciado el trueno gordo, y yo me devano los sesos pensando qué será, qué no será.» Fidela se sonreía picarescamente. «Tú lo sabes, bribona, tú lo sabes y no quie- res decírmelo, por miedo á tu hermana, que te tiene metida en un puño, como me tiene meti- do á mí y á todo el globo terráqueo. — Puede que lo sepa... Pero es un secreto, y no me corresponde decírtelo. Ella te lo dirá. — ¿Pero cuándo?... Esperando ese cataclismo de mis intereses, no hay para mí momento histó- rico que no sea de angustia. Yo no vivo, yo no respiro. ¿Pero qué? ¿Es cosa de dejarme en cue- ros VÍVOb? — Hombre, no tanto. —¿Se trata de gravamen , y de que yo no pueda economizar?... ¡Demonio, así no se puede vivir! Esta vida es un purgatorio para mí, y aquí estoy penando por todos los pecados de mi vida..., que no son muchos, ¡Biblia! no son más que los pecados naturales y consanguíneos de un hombre que ha barrido para su casa todo lo que ha podido. Y ahora mi cuñadita barre para afuera. — No exageres, Tor... — ¿Me cuentas ó no me cuentas lo que es? — No puedo. Cruz se enfadaría conmigo si le quitase el gusto de la sorpresa que quiere darte. — Déjame á mí de sorpresas... Las cosas, que vengan por su paso natural. 168 B. PÉREZ GALDOS — Además, si te lo digo, invado un terreno que no es el mío, y atribuciones que... — Música, música... Te mando que me lo digas, ó habrá mu jollín en casa. — No seas bárbaro... Ven acá; siéntate á mi lado. No manotees, ni te pongas ordinario, Tor* Mira que así no te quiero. Ven acá... dame la pata (tomándole una mano). Aquí quietecito y hablando á lo caballero, sin decir gansadas ni porquerías. Asi, así. — Pues sácame de dudas. — ¿Me prometes guardar el secreto y hacerte el sorprendido cuando mi hermana te...? — Prometido. — Pues verás. Una tía nuestra, que ya murió la probrecita... — Dios la tenga en su santa gloria. Adelante. — Mi tía, doña Loreto de la Torre Auñón... — Muy señora mía. — Marquesa de San Eloy... digo que Marque- sa de San Eloy. — Ya me entero, sí. — Falleció de repente la pobre señora, dejan- do escasa fortuna. A mamá le correspondía el título; pero sobrevino en aquel tiempo nuestra desgracia, y de lo menos que nos ocupamos fué del marquesado de San Eloy, pues lo primero que había que hacer era pagar los derechos que por transmisión de títulos del Reino... — Demonio, ¡nales! ya, ya sé... ¡Cristo! Y lo que quiere ahora tu hermana... — Es sacar ese título, para lo cual hay que TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 169 instruir un expediente, y pagar lo que se llama medias annatas... — ¡Medias verdes, y medias coloradas, y el pindongo calcetín de la Biblia en verso!... ¡Y que yo pague...! No, mil y mil veces y pico digo que no. Esta no la paso. Me rebelo me insurrec- ciono. — Calma, Tor.. Pero, hijo mío, si no hay más remedio que sacar el título, aites que lo saquen los Romeros, que también lo pretenden. ¡Mar- queses de San Eloy esos tunantes! Antes la muerte, Tor de mi vida. Haz de tripas corazón, y apechuga con ese gasto... — A ver... pronto... sepamos— dijo Torquema- da sin aliento, limpiándose el sudor del rostro. —¿Cuanto puede costar eso? — ¡Ah! no losé. Depende del tiempo transcu- rrido, de la importancia del título, que es anti- quísimo, pues data de 1522, del reinado del em- perador Carlos V. — ¡Valiente peine! Él tiene la culpa de que yo pase estos tragos... Costará... ¿quinientos Teales? —Hombre, no; ¡un título de Marqués por quinientos reales! — ¿Costará dos mil? ' — Más, muchísimo más. Al Marqués de Fon- fría, le cobró el Estado por su título, según nos dijo anoche Ramoncita. . me parece que diez y ocho mil duros. — ¡Brrrr...!— vociferó Torquemada, lanzán- dose á un frenético paseo de fiera por la habita- 170 B. PÉREZ QA LDÓS ción... — Pues desde ahora te digo que allá se po- drá estar el título hasta las kalendas griegas por la tarde, si esperan que yo lo saque... El hígado me van á sacar ustedes á mí. ¡Diez y ocho mil duros! Y por un rótulo, por una vanidad, por un engaña bobos! Mira lo que le valió á tu tía, la vieja esa doña Loreto, el ser Marquesa. Se murió sin un real... No, no, Francisco Torquemada ha llegado ya al límite, al pastelero límite de la pa- ciencia, y de la condescendencia, y de la pruden- cia. No más Purgatorio, no más penar por faltas que no he cometido; no más tirar por la venta- na el santísimo rendimiento de mi trabajo. Dile á tu hermana que se limpie, que si quiere ser Marquesa, que le encargue la ejecutoria á un memorialista de portal, que todo viene á ser lo mismo, ¿pues qué es el Estado más que un gran memorialista con casa abierta? —Pero si mi hermana no es la que ha de ser Marquesa. La Marquesa seré yo, y por consi- guiente tú Marqués. — ¡Yo, yo Marqués! — exclamó el tacaño con explosión de risa. — ¡Mira tú que yo Marqués! — ¿Y por qué no? ¿No lo son otros?... — ¿Otros? ¿Y esos otros tuvieron por abuelo á uno que vivía de la noble industria de hacer á los señores cerdos una operación que les ponía la voz atiplada? ¡ Já, já, me muero de risa! — Eso no importa. En seguidita, cualquiera de esos que manejan el Becerro, te hace un ár- bol genealógico, por el cual desciendes en línea recta del rey D. Mauregato. TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 171 —O del rey D. Maureperro. Já, já... Pero díme con franqueza... fuera bromas. (Parándose ante ella, en jarras.) ¿Tienes tú el capricho de ser Marquesa? ¿Te gustaría la coronita? En una palabra-, ¿es para tí cuestión de ser ó no ser, como dijo el otro? — No lo creas: no tengo esa vanidad. — ¿De modo que te da lo mismo ser Marquesa ó Juana Particular? — Lo mismo. — Pues si tú no acaricias esa idea de ponerte corona, ni yo tampoco, ¿á qué ese gasto estúpi- do de...? ¿Cómo se llama eso? — Lanzas y medias annatas. — Jamás oí tal terminacho. —Y que te ha de subir un pico, porque ahora resulta, según le dijo á Cruz la persona encar- gada de gestionar el asunto en el Ministerio de Estado, el Marqués de Saldeoro, ¿sabes? que la tía Loreto usó el título sin pagar los derechos, y éstos se hallan pendientes desde el tiempo de Carlos IV. —¡Atiza!... Vamos, yo me vuelvo loco... — ex- clamó D. Francisco, dándose palmetazos en el cráneo. — ¡Y quieren que yo.., saque...! Como no saque yo las uñas... En una palabra, ¡no, no, y mil veces no! Me rebelo... Lanzas y medias annatas... (Con desvario.) Digo que no... Lan- zas... San Eloy... Carlos IV... No, y no... Estoy bufando, ¿no lo ves? .. Medias annatas... digo que no... Medias coloradas... (Alzándola voz.) Fidela, yo no puedo vivir así. Cuando tu her" 172 B. PÉREZ GALDÓS mana me ataque con esta socaliña, voy y\.. en una palabra^ me suicido. . — Tor, no lo tomes así. Si eso es para tí una bicoca. — ¡Bicoca!... ¡Oh! ¡qué mujeres éstas! ¡Cómo me atormentan, cómo me fríen la sangre!... Me- dias annatas... lanzas... (Repitiéndolo como para fijarlo en la memoria.) San Eloy... Carlos IV... Oye, Fidela, si quieres que yo te quiera, tene- mos que rebelarnos contra ese basilisco de tu hermana. Si tú te pones á mi lado, me planto..., pero es preciso que estés á mi lado, en mi par- tido. Yo solo no puedo, sé que ha de faltarme valor... Lo tengo cuando estoy solo; pero en cuanto ella se me pone delante con su labio temblón, me descompongo todo... Lanzas... me- dias... Carlos I/... las annatas de la Biblia en verso... Fidela, nos rebelamos, ¿sí ó no?» Algo alarmada de la excitación que notaba en su esposo, Fidela acudió á él, y acariciándo- le le trajo al sofá. «Pero Tor, ¿por qué te da tan fuerte? — Digo que nos rebelemos, porque ya ves, ni á tí ni á mí nos hace maldita falta el marquesado ese de las medias de San Eloy... annatas... digo que pues á nosotros nos importa un rábano todo eso, que compre ella el marquesado, y puede empingorotarse con él todo lo que quiera. — Tontín, el marquesado es para que tú lo luzcas. Eres riquísimo; lo serás más aún. Rico, senador, persona de alto concepto en la sociedad, te vendrá el título como anillo al dedo... TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 173 — Si no costara dinero, no te digo que no. — Hijo, las cosas cuestan segúü valen. Ponte en lo justo... Y hay otra razón que mi hermana ha tenido en cuenta. Si á tí no te deslumhra el brillo de una corona, ¿no te gustaría verla en la cabecita de tu hijo?» De tal modo se desconcertó al oir esto el fiero prestamista, que por un buen rato estuvo sin poder articular palabra. Y viendo la esposa el buen efecto que causaba su razonamiento, lo reforzó todo lo que pudo, dentro de la escasez de sus medios retóricos. «Bueno; concedo que no le caerá mal á mi hijo la corona de Marqués. ¡Un chico de tanto mérito! Pero la verdad, yo nunca he visto que sean marqueses los matemáticos, y si lo son, de- ben inventarse para ellos títulos que tengan al- gún punto de contacto con la ciencia, verbigra- cia: no estaría mal que nuestro Valentín se ti- tulara Marqués de la cuadratura del circulo, ó cosa así. Pero esto no suena, ¿verdad? Tienes ra- zón. No te rías... Estoy como trastornado con la idea de ese gasto tan bestial que se llevará de calle los líquidos de medio año... Annatas me- dias... Carlos... lanzas... lanceros... La cabeza me da vueltas... Nada; sublevación... Si no fuera por tí, me escaparía de la casa, antes que Crucita se me pusiese delante con esa matraca... Cierto que por la gloria de mi hijo, haré yo cualquier cosa... Pues oye lo que se me ocurre... Transac- ción. Convence á tu hermana de que aplace el asunto del marquesado hasta que el hijo 174 B. PÉREZ GAL DOS nazca; no, no, hasta que le tengamos crecidito. — No puede ser, Tor de mi vida — replicó Fi- dela con dulzura, — porque los Romeros gestio- nan también la concesión del título, y sería una vergüenza para nosotros que nos lo birlaran. Debemos anticiparnos á sus intrigas. — Pues que me anticipen á mí la muerte, ¡Cristo! que con tanto jicarazo me parece que no está lejos. Fidela, tu hermana me abrirá la se- pultura en el momento histórico menos pensado. Todo se remediaría poniéndote tú de mi parte, y ayudándome en la defensa de mi interés; por- que al paso que vamos, créeme á mí, seremos muy pronto los Marqueses de hk Perra Chica...» No pudo decir más porque entró su hija Ru- fina, y lo mismo fué verla que descargar sobre ella su cólera, reprendiéndola por su tardanza. Aquí que no peco. La pobre muchacha pagaba los vidrios rotos, y el que todo era cobardía y turbación ante la formidable autoridad de Cruz, ante un sér débil y ligado á él por ley de obe- diencia, se desfogaba en groseros furores. Por suerte de la señora de Que vedo, entró de la calle la tirana, y bastó el rumor de sus pasos en la antesala para que se produjese un silencio abso- luto en el gabinete. Retiróse al despacho alto don Francisco, rezongando en voz muy queda, y hasta la hora de comer no cesó de barajar su ce- rebro las ideas que le atormentaban. Medias lan- zas... annatas... San Carlos... San Eloy... Va- lentín... marqueses científicos... ruina... muer- te... rebelión... medias^annatas. TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 175 XI Ni la Paz y Caridad le salvaba ya, porque la gobernadora, en sus altos designios, había re- suelto añadir al escudo de los Torquemadas los sapos y culebras del marquesado de San Eloy, y antes cayeran las estrellas del cielo que dejar de cumplirse aquella resolución. Precisamente, en el momento histórico de la referida conversación entre D. Francisco y Fidela, se hallaban ya el dibujante heráldico y el investigador de genea- logías con las manos en la masa, esto es, fabri- cándole un escudo al tacaño, lo que en verdad no era para ellos difícil, por ser el apellido Tor- quemada de noble sonsonete, de composición castiza, y muy propio para buscarle orígenes tan antiguos como los Jerusalém. Cruz no se pa- raba en barras, y antes de hablar con su cuñado, lo dispuso todo para la pronta ejecución de su arrogante idea, apretándole á ello el ansia de co- gerles la delantera á los indecentes Romeros. Encargó en Gracia y Justicia que se activase el expediente, dispuso que con la mayor brevedad posible se compusiesen tpdos los árboles genea- lógicos y todas las ejecutorias que fueran me- nester, y no faltaba más que imponer al bárba- ro el gravamen, con firme voluntad, como la cosa más conveniente para la familia y para él mismo. 176 B. PÉREZ GALDÓS Más reacio que nunca le encontró Cruz aque- lla vez, porque la cuantía del espolio le reque- maba la sangre, dándole ánimos para la defen- sa. Tuvo que llevar la dama el refuerzo de Do- noso, que le encareció las ventajas de hacerse Marqués, y lo reproductivo de aquel gasto, pues su representación social se acrecía con la coro- na, traduciéndose tarde ó temprano en beneficios contante^. No le convenció más que á medias, y el hombre gemía, como si le estuvieran sacando todas las muelas á la vez con los aparatos más primitivos. De resultas del sofoco estuvo enfer- mo cinco días, cosa rara en su vigorosa natura- leza; se desmejoró de carnes, y le salieron mu- chas canas. Cruz se desvivía por agradarle y devolver á su alterado espíritu la serenidad; di- simulaba su tiranía; figuraba atender á sus me- nores deseos para satisfacerlos, y lo hacía efecti- vamente en cosas menudas de la vida. Pero ni por esas: entregóse el hombre pataleando, apen- có con las medias annatas, rerídido de luchar, y sin aliento para oponer al despotismo una insu- "~ rrección en toda regla. Distrajéronle un poco de sus murrias la pre- sentación en el Senado y los conocimientos que allí hizo. El Presidente del Consejo, á quien hubo de dar las gracias antes de la aprobación del acta, le dijo con muy buena sombra que ya deseaba verle por allí; y que las personas como él (como el señor de Torquemada) eran las que representaban dignamente el país, lo que el ta- caño creyó muy puesto en razón. Veíase tratado TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 177 con miramientos y cortesanías que le halagában, ¿para qué negarlo? y lo mismo el Presidente que todos los señores de la Mesa le traían en palmi- tas. Al volver á casa, después de su primer vuelo en espacios nuevos para él, Cruz le observaba el rostro, queriendo descubrir los efectos de aquel ambiente de vanidades, y notaba ciertos efluvios de satisfacción que eran de muy buen augurio. Interrogábale acerca de sus impresio- nes; se hacía narrar la sesión y sus incidentes, y veía con gusto que el hombre en todo se fijaba y no perdía ripio. Que de esto se congratuló la dama, no hay para qué decirlo. Brillaba en sus ojos la alegría materna, ó más bien el orgullo de un tenaz maestro que reconoce adelantos en el más rebelde de sus discípulos. Para que se vea la suerte loca de Torquema- da, y la razón que tenía Cruz para empujarle, velis nolis, por aquella senda, bastará decir que á poco de tomar asiento en el Senado, aprobada sin dificultad su acta, limpia como el oro, vo- tóse el projecto de ferrocarril secundario de Villa franca del JBierzo d las minas de Berrocal, empantanado desde la anterior legislatura, pro- yecto por cuya realización bebían los vientos los berzanos, creyéndolo fuente de riqueza in- agotable. ¿Y qué sucedió? que los de allá atri- buyeron el rápido triunfo á influencias del nuevo senador (á quien se suponía gran poder),, y no fué alboroto el que armaron, aclamando al preclaro hijo del Bierzo. Algo había hecho don Francisco en pro del proyecto: acercarse á la co- 12 178 B. PÉREZ GAL DOS misión, hablar al Ministro en unión de otro leo- nés ilustre; pero no se creía por esto autor del milagro ni mucho menos, ni ocultaba su asom- bro de verse objeto de tales ovaciones. Porque no hay idea de los telegramas rimbombantes que le pusieron de allá, ni de los panegíricos que en su honor entonaron el alcalde en el Ayuntamiento, el boticario en su tertulia, el cacique en mitad de la calle, y hasta el cura en el pulpito sagrado. Y trajo una carta El Impar- cial, en que narraba el efecto causado por la no- ticia en aquella sensata población, describien- do cómo había perdido el sentido todo el sensa- tísimo vecindario; cómo habían sacado en pro- cesión por las calles, entre ramas de laurel, un mal retrato de D. Francisco que se proporciona- ron no se sabe dónde; cómo dispararon cohetes, que atronaban los aires expresando la gratitud con sus restallidos, y cómo, en fin, le aclama- ron con roncas voces, llamándole padre de los pobres, la primera gloria del Bierzo y el salvador de la patria leonesa. Enterarse Cruz de estas cosas y volverse loca de alegría fué todo uno. «¿Lo ve usted, señor mío? Si no fuera por mí, ¿tendría usted esas satisfacciones? ¡Qué hom- bre! Apenas da los primeros pasos, ya le salen los éxitos de debajo de las piedras.» Oyendo estas lisonjas, y todo el coro de plá- cemes que entonaron sus tertulios, D. Francis- co con media boca se reía y con otra media llo- raba, fluctuando entre el remusguillo del amor TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 179 propio satisfecho, y el temor de que todas aque- llas misas vendrían á parar en nuevos grava- menes. Aunque en pequeña escala todavía, no tarda- ron en cumplirse los vaticinios del suspicaz ta- caño, porque al siguiente día se descolgaron cuatro murgas atronando la escalera, y tuvo que echarlas el portero á escobazos, repartiéndo- les propina á razón de un duro por orquesta, se- gún acuerdo de Cruz, y á los pocos días ¡ay! apareció la nube.,. Como empezara por poco, al principio parecía cosa de juego; pero iba engro- sando, engrosando, y pronto causaba terror ver- la. Llegaron primero dos matrimonios, de paño pardo y refajos verdes, pidiendo el uno que le libraran de quintas al hijo, el otro que le devol- vieran la cartería que por intrigas del gobierno le habían quitado. Llovieron también gentes de Astorga con gregüescos, trayendo mantecadas y pidiendo la Biblia en pasta, un destinito, con- donación de las contribuciones, permiso para carbonear, despacho de un expediente, algunos limosna en crudo, otros aderezada con mil gra- ciosos artificios. Siguieron otros que, aunque aldeanos en esencia, traían presencia de seño- res, pretendiendo mil chinchorrerías, éste que se destituyera al Ayuntamiento de tal parte, aquél una plaza en las oficinas de Hacienda de la provincia, el de más allá que se variara el trazado de la carretera. Tras una sección de pedigüeños venía otra y otra, con encomiendas muy extrañas. Cayó asi- 180 B. PÉREZ GALDÓS mismo sobre la casa un buen golpe de leoneses residentes en Madrid, maragatos, y paveros, y demonios coronados, que pedían protección con- tra la justicia, ó gollerías atroces, dando á sus postulaciones los giros más originales. Baste el ejemplo de un individuo que mandó á D. Fran- cisco un proyectillo, muy bien dibujado por cierto, del monumento que se elevaría en Villa/ran- ea del* Bierzo para perpetuar la gloria del hijo preclaro, etc.. Y otros enviaban versos, odas de sablazo y pentacrósticos mendicantes, ó le pro- ponían comprar un viejo cuadro de Ánimas, que parecía una pepitoria. Torquemada se los sacu- día con cierto desgarro, echando el muerto á su cuñada, quien con cristiana mansedumbre aguantaba el chaparrón y les obsequiaba y les sonreía, dándoles una dedada de miel para que se fueran pronto. Los del pueblo traían de don Francisco idea tan alta, que palidecían al ver- le, y se quedaban lelos, como en presencia de un Emperador ó del Papa. Todos se las prometían muy felices de la visita, y venían como á tiro hecho, porque allá se dijo que cosa por D. Fran- cisco solicitada era cosa hecha en todas las esfe- ras de la Gobernación del Reino. Como que la misma Reina no tomaba determinación alguna sin consultarle, y cada lunes y cada martes le sentaba á comer en su mesa. Pues de la riqueza de Torquemada traían una idea tan hiperbólica, qno algunos se maravillaron de no ver las ca- nutadas de dinero entrar por el portalón de la casa. Entre los de paño pardo y refajo verde, vi- TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 181 nieron dos ó tres que habían conocido á D. Fran- cisco cuando era un chaval que andaba descalzo por los lodazales de Paradaseca; y no faltó una tarasca que echándole los brazos al pescuezo le saludara con expresiones semejantes á las de la paleta del saínete La Presumida burlada: «¡So ¿urro, hijo mió!» XII Ya se iba cargando el hombre de aquel alu- vión, y cuando se en3araba con algún paisano, se le atiesaban los pelos del bigote, tomando su cara un aspecto de ferocidad que suspendía el ánimo de los visitantes. Por fin, le dijo á Cruz que cerrara la puerta á semejantes posmas, ó que tan sólo diese entrada, después de un dete- nido reconocimiento, á los que traían algo, ya fuese chorizos, ó chocolate... ó aunque fueran- castañas y bellotas, que á él le gustaban mucho En tanto, iba acomodándose á la vida parla- mentaria, y elegido para ésta y la comisión, se aventuraba á ilustrar a sus compañeros con algu- na idea muy del caso, siempre que se tratara ¡cuidado! de cuestiones de Hacienda. La verdad, estaría muy contento, si desde que se sentó en los rojos escaños, no hubieran llovido sobre él los sablazos en una ú otra forma. Esto le sacaba de quicio. Es mucho cuento ¡Señor! que no se pueda figurar conforme al propio mérito, sin 182 B. PÉREZ GAL DO» dar sangrías á cada rato al flaco bolsillo. Ya era la suscripcioncita para imprimir el discurso de cualquiera de aquellos puntos, ya otra colecta para erigir un monumento á Juan, Pedro y Die- go de la antigüedad, cuando no lo hacían por un personaje moderno, de éstos que se hacen céle- bres charlando por los codos ó revolviendo á Roma con Santiago. ¡Y á cada instante victimas por acá y por allá; socorros para inundados, náu- fragos, y viudas y huérfanos del Sursum Corda. Era un gotear frecuente, que al cabo del mes representaba un terrible pasivo. Vaya, que á tal precio no quería las satisfacciones de padre, ó abuelo de la patria. ¡Cómo se cobraba, la muy bribona, de los honores que á sus hijos ilustres confería! Tan cargado estaba ya de ser hijo ilus- tre, que una noche, al regresar á su casa de ma- lísimo humor, porque el Marqués de Cicero le había afanado cuarenta duros para la restaura- ción de una catedral de nales, díjole á Cruz que ya no aguantaba más, y que el mejor día tiraba el acta en medio del redondel, vulgo hemiciclo^ y otro que tallara. Para colmar su desesperación > aquella misma noche hubo de participarle la ti- rana su propósito de dar una comida de diez y ocho cubiertos, á la que seguirían otras semanal- mente, con objeto de convidar á diferentes per- sonas de alta categoría. Inútiles fueron todas las protestas del empedernido tacaño. No había más remedio que banquetear, y se banquetearía. El decoro del nuevo procer así lo reclamaba, y en vez de ponerse como un león, debía agrada- TORQUEMÁDA EN EL PURGATORIO 183 cerlo, y alegrarse de tener á s*i lado personas que tán religiosamente cuidaran de su dignidad» Pues señor, por aquel camino pronto llegaría la de vamonos. ¡Comidas de catorce cubiei tos, y de diez y ocho y veinte! Ya desde Octubre ve- nía en aumento la cifra del presupuesto de bu- cólica. Era un diario abrumador, que causaba espanto á D. Francisco, acostumbrado á la sor- didez de los doce ó trece reales de gasto en tiem- po de doña Silvia. Pues con el nuevo régimen de convites, crecería la suma, hasta llegar á una cifra capaz de quitar el sueño á los siete dur- mientes, y aun á los siete sabios de Grecia, que dormían el sueño eterno. El mejor día le daba al hombre un ataque cerebral del berrinche que cogía; las murrias le iban devorando, y las satis- facciones de hombre público y de gran financiero se le amargaban con aquel desagüe sin término desús líquidos, ¡Cuánto mejor reunirlotodo, para emplearlo en nuevos arbitrios, viviendo con un modestísimo pasar, sin comilonas, que siempre, perjudicaban á la salud, y vestido con sencilla decencia, por un sastre habilidoso, de esos que vuelven la ropa del revés! Esto era lo lógico, y lo procedente, y lo que se caía de su peso. ¿Á qué tanto lujo? ¿De dónde sacaba Cruz que para nego- ciar en grande era preciso convidar á comer á tanto gandul? ¿Y á qué iban allí les diplomáticos, chapurrando el español y hablando sin cesar de carreras de caballos, de la ópera y otras majade- rías? ¿Qué beneficio líquido le aportaba aquella gente, y los hermanos del ministro, y el gene- 184 B. PEREZ GALLíüS ral Moría, y otros tantos que no hacían más que murmurar del gobierno y encontrarlo todo muy malo? Verdad que él también lo encontraba todo pésimo, pues política que no fuese de economías á raja tabla, caiga el que caiga, era una política de muñecas, y así lo manifestaba delante de ca- torce ó veinte comensales, que concluían por darle la razón. Hacia fin del año, el negocio de la hoja iba como una seda, pues el pariente de Serrano que hacía las compras en los Estados Unidos, era hombre que lo entendía, ciñéndose á las instruc- ciones dadas por el gerente. Total, que las pri- meras remesas fueron admitidas sin dificultad en los depósitos, y cuando alguno promovía dudas ó resistencias, por aquello de que el ta- baco parecía propiamente basura barrida de las calles, de Madrid daban orden de que se admi- tiese, gracias á las gestiones de D. Juan Gual- berto, que para estas cosas era un águila. Do- noso no intervenía en nada referente á las en- tregas. La ganancia según los cálculos de Tor- quemada, sería fenomenal en el primer año. No tar^ó Serrano en proponerle otro negocio: tomar en firme todas las acciones del ferrocarril de Villa/ranea á Minas de Berrocal, con lo cual se mataban de un tiro muchos pájaros, pues los berzanos verían en ello un nuevo triunfo de su ídolo, y éste y sus compinches harían una buena jugada largando las acciones después de hacerlas subir, por las artes que á tales combinaciones se aplican, hasta las nubes. Esto, y el arreglo TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 185 con la casa Je Gravelinas, á la cual se asignó una pensión por la vida del Duque actual y diez años más, quedándose Torquemada y compañe- ros negociantes con todos los bienes raíces (que se venderían poco á poco, recibiendo en pago las obligaciones emitidas por la casa ducal), la fortuna del tacaño iba creciendo como la espu- ma, en progresión descomunal, amén de sus innumerables negocios de otra índole, compra y venta de títulos, con tal tino realizadas, que jamás se equivocó en los cálculos de alza y baja, y sus órdenes en Bolsa eran la clave de casi to- das las jugadas de importancia que allí se hacían. Y entre tantas dichas, se aproximaba el gran acontecimiento, que esperaba el tacaño con ansia, creyendo ver en él la compensación de sus martirios, por los despilfarres ociosos con que Cruz~quería dorarle las rejas de su jaula. Muy pronto ya, las alegrías de padre endul- zarían las amarguras del usurero burlado cons- tantemente en sus tentativas de acumular ri- quezas. Deseaba el hombre, además, salir de aquella cruel duda: ¿Su hijo sería Torquemada, como tenía derecho á esperar, si el Supremo Ha- cedor se portaba como un caballero? «Me inclino á creer que sí — decía para su capote, con verda- dero derroche de lenguaje fino. — Aunque bien pudiera ser que la entrometida Naturaleza ter giversase la cuestión, y la criatura me saliese con instintos de Aguila, en cuyo caso yo le diría al Señor Dios que me devolviese el dinero... quiero decir, el dinero no..., el, la... No hay expresión 186 B. PÉREZ GALDÓS para esta idea. Pronto hemos de salir del dilema, Y bien podría resultar hembra, y ser como yo, arrimada á la economía. Allá lo veremos. Me inclino á creer que será varón, y por ende, otro Valentín; en una palabra, el mismo Valentín bajo su propio aspecto. Pero ellas no lo creen así sin duda, y de aquí la expectación que reina en todos, como cuando se aguarda la extrac- ción de la Lotería. Ya Fidela no salía de casa, ni podía moverse. Se contaban los días, anhelando y temiendo el que había de traer el gran suceso. Hubo equivo- caciones en el cálculo. Se esperaba para la pri- mera quincena de Diciembre, y nada. Pasó el 20: confusión y temores. Por fin, el 24 se anunció, desde el amanecer, la solución del tremendo enigma, con horribles molestias é inquietudes de la señora. No conceptuándose Quevedito bas- tante autorizado para traer al mundo al herede- ro de Torquemada, se había llamado con tiempo á una de las eminencias de la obstetricia; pero debió presentarse el caso un poco difícil, porque la eminencia propuso el auxilio de otra eminen- cia. Reunidos ambos doctores, declararon que el parto era de mucho compromiso, y pidieron la colaboración de una tercera eminencia. Mordíase el bigote y refregábase las manos una con otra el amo de la casa, ya poseído de pánico, ya de risueñas esperanzas, y no hacía más que ir y venir de un lado para otro, y su- bir y tajar del escritorio al gabinete, sin acertar á disponer, en tan crítico día, cosa alguna re fe- TÜRQUEM A DA EN EL PURGATORIO ' 187 rente á sus vastos negocios. Los amigos más ín- timos fueron á enterarse y hacerle compañía, y para todos tuvo palabras ásperas. No le había hecho maldita gracia la irrupción de médicos, y cogiendo á solas á Quevedito, que oficiaba como ayudante, le dijo: «Esto de traerme acá tantos doctores no e& más que una oficiosidad de Cruz, que siempre tiende á hacerlo todo en grande, aunque no sea menester. Si la gravedad del caso lo exigiese, yo no repararía en gastos. Pero verás como no ne- cesitamos de tanta gente. Tú te bastarías y te sobrarías para sacarla de su cuidado... Pero, hijo, quien manda, manda. Es refractaria "á la modes- tia y á la moderación, y con ella no valen las buenas teorías... lanzas y medias annatas... No sé lo que digo... Concluirá por arruinarme con tanta bambolla... San Eloy... ¿Y tú que crees? ¿Saldremos en bien de este mal paso?... San Eloy... Yo confío que esta noche tendremos á Valentín en casa... Y si me salgo con la mía, se dará la coincidencia de que sea en la misma no- che... medias annatas... en que vino al mundo nuestro Redentor, vulgo Jesucristro, ó en otros términos, el Mesías prometido... Vete, vete á la alcoba, no te separes de su lado... Yo estoy como loco... ¡Vaya, que traer acá esos tres puntos de médicos, que pondrán cada cuenta...! En fin, sea lo que Dios quiera. No vivo hasta no ver...» 188 B. PÉREZ GALDÓS XIII Al anochecer, se presentó el caso como de les más apurados y difíciles. Celebraron las tres emi- nencias solemne consulta, y en un tris estuvo que fuese avisada una cuarta celebridad. Por fin, se acordó esperar, y Torquemada que no cabía ya en su pellejo de puro afanado, rindióse al te- mor del peligro, y se manifestó conforme con que se trajera más personal facultativo, si era me- nester. Calmóse la parturienta á prima noche» sin que desapareciese la gravedad; presentáron- se síntomas favorables, y aun se aventuraron los comadrones á reanimar con risueñas espe- ranzas á la atribulada familia. La cara de don Francisco era de color de cera: creeríase que el bigote no estaba en su sitio, ó que se le había torcido la boca. A ratos le sudaba la frente go- tas gordísimas, y á cada instante se echaba mano á la cintura para levantar el pantalón, que se le caía. Entraron algunas personas, en expectativa del suceso, y se metieron en la sala, dispuestas á dar rienda suelta á las demostraciones de jú- bilo ó de duelo, según el giro que tomase la fun- ción. Huía de la sala el tacaño, horrorizado de tener que hacer cumplidos, y en una de las vuel- tas que daba por la casa, fué á parar al cuarto de Rafael, á quien halló tranquilamente senta- do en su sillón, hablando con Morentín de cosas literarias. TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 189 «¡Ah, Morentín! — dijo D. Francisco saludán- dole fríamente. — No sabía que estaba usted aquí. — Decíamos que no hay aún motivo de alar- ma. Pronto se le podrá dar á usted la enhora- buena. Y yo se la daré dos veces: primero, por lo que usted espera .. — ¿Y segundo? — Por el Marquesado de San Eloy... Yo queria reservarme, para dar juntas las dos enhora- buenas. — Ni falta que me hace — replicó D. Francisco con aspereza... — San Eloy... medias annatas... Cosas de la hermana de éste, que siempre está inventando pamplinas para sacarnos del statu quo, y meterme á mí, tan humilde, en las altas esferas... ¡Mire usted que yo Marqués! ¿Y á san- to de qué viene ese título? — Ninguno más ilustre que el de San Eloy — dijo Rafael algo picado. — Data del tiempo del Emperador Carlos V, y han llevado esa corona personas de gran valía, como D. Beltrán de la Torre Auñón, gran maestre de Santiago, y ca- pitán general de las galeras de Su Majestad. — ¡Y ahora me quieren meter á mí en las ga- leras! San Eloy... ¡oh, qué marqueses somos!... De mucho nos valdría si no tuviéramos con qué poner un puchero, como ciertos y determinados títulos que viven de trampas... Mi helio ideal no es la nobleza: tengo yo una manera su¿ generis de ver las cosas. Rafael, no te enfades, si me despotrico contra la aristocracia tronada, y con- 190 B. PÉREZ (jALDÓS tra la que no tiene más desiderátum que humi- llar á los infelices plebeyos. Yo soy un pobre que ha logrado asegurarse la clásica rosca, y nada más. Es cosa triste que lo ganado tan á pulso se emplee en marquesados. Ni qué tengo yo que ver con ese hijo de tal que mandó en las galeras del Rey... No lo tomes á mal, Rafaelito. Ya sabes que no es por ofender á tus antepasa- dos... muy señores míos... Sin duda fueron unos puntos muy decentes. Pero es que yo doy ahora mismo el marquesado por lo que me cuesta y un diez por ciento de prima, si hay quien lo quiera... Ea, Morentín, vendo la corona. ¿La quiere usted?» Reíanse los dos amigos, Rafael de dientes afuera, el otro con toda su alma, porque cuan- tas muestras de su barbarie daba D. Francisco le colmaban de júbilo. «Pero todo ello — dijo después Torquema- da, — no tiene importrncia, en parangón del gra- ve conflicto en que estamos... Salga en bien Fi- dela, y apechugo con todo, incluso con las me- dias annatas. — Yo preveo los acontecimientos — afirmó Ra- fael con serena convicción, — y le profetizo á usted que Fidela saldrá perfectamente de su cuidado. — Dios te oiga... Yo creo lo mismo. — No le vendrá á usted la desgracia por este lado, ni en el día de hoy, sino por otro lado, y en días que aún están lejanos. — Bah... ya estás oficiando de profeta — dijo TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 191 Morentín, queriendo desvirtuar con sus risas la seriedad que el ciego daba á sus palabras. — Por de pronto — añadió Torquemada, — cúmplase la profecía de hoy; yo me congratulo de que Rafael acierte. ¡Pero cuánto tarda, Vir- gen de la Santísima Paloma! ¡Y para esto trai- ga usted tres facultativos de cartel!... ¿Qué ha- cen esos caballeros que no...? Porque yo soy el primero en rendir parias á la ciencia... Pero que veamos sus resultados prácticos... ¿Pues qué, todo ha de ser teoría, Sr. de Morentín? — Lo mismo digo yo. — Mucha teoría, mucho término griego, y éste manda una cosa, el otro lo contrario; y los tratamientos son como el tejido de Penelope, que hoy te hago y mañana te deshago. Si el enfer- mo se muere, no por eso se dejan de pagar las cuentas de los señores Galenos... ¡quiá!... Y yo profeso la teoría de que esas cuentas debieran pagarlas los gusanos. ¿No es usted de mi opi- nión? Justo; los gusanos, que son los que van ganando... Aquí estamos en actitud especiante^ diciendo «qué será, qué no será,» y esos señores médicos tan tranquilos... Y les soy á ustedes fran- co: me pongo tan nervioso, que... vean... me tiemblan las manos, y hasta se me traba la len- gua,.. Mi yerno Quevedo se bastaba y se sobra- ba; tal es mi humilde punto de vista.» Salió del cuarto sin oir lo que Rafael y Mo- rentín expresaron sobre sus respectivos puntos de vista, y en el pasillo se encontró con Pin- to, á quien atizó varios pescozones, sin que ni 192 B. PÉREZ G ALDOS el agresor ni la víctima se hicieran cargo clara- mente del motivo de ellos. Siempre que don Francisco se ponía muy destemplado y nervio- so, desfogaba los efluvios de su insensata cólera sobre los cachetes y el cráneo inocente del la- cayo, que era un bendito, y llevaba con pacien- cia los duelos con pan. El buen trato de las se- ñoras, y el comer todo lo que le pedía el cuer- po, le indemnizaban de las brutalidades del amo, el cual, cuando estaba de buenas, solía en- tenderse con él para ciertas funciones de espio- naje, verbigracia: «Pinto, ven acá. ¿Está la se- ñorita Cruz en el gabinete? ¿Quién ha entrado, el Sr. Donoso ó el señor Marqués de Taramun- di?... Chiquillo, avísame arriba cuando salga Do- noso, sin que se entere nadie, ¿sabes?... Oye, Pinto: la señorita Cruz te preguntará si estoy arriba, y tú le dices que tengo ggnte.» Aquel día fué tal la dureza de sus nudillos, que el muchacho se echó á llorar. «No llores, hijo — dijole el tacaño ablandándose súbitamen- te.— Ha sido sin querer, por la picara costum- bre. Estoy de mal temple. ¿Qué hay? ¿Ha salido de la alcoba alguno de esos tres doctores de pa- teta?... No llores te digo. Si la señora sale en bien, cuenta con una muda de ropa... Vete á ver quién está en la sala. Paréceme que ha en- trado la mamá de Morentín, enteramente.., ¿Y el señor de Zárate ha venido?... ¿No? Pues lo sien- to... Entérate con cuidado, con discreción, de don- de está la señorita Cruz, si en la alcoba, ó en la sala, ó en su cuarto, y corre á decírmelo. Te es- TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 193 pero aquí... Entras haciéndote el tonto, creyendo que te han llamado... Esto no es vivir. Tú tam- bién deseas que salgamos bien, y que sea varón, ¿verdad?» Limpiándose las lágrimas, respondió que sí el bueno de Pinto, y se fué á desempeñar las comisiones que le encargó su amo. El cual continuó divagando por los pasillos, á ratos des- pacio, fija la vista en el suelo, como si buscase una moneda que se le había perdido, á ratos de prisa, vuelta la cara hacia el techo, cual si espe- rara ver caer de él lluvia de oro. Cuando llama- ban á la puerta, se escondía en el aposento que le cogía más á mano, recatándose de las visitas, que le azoraban ó le ponían furioso. Pero una persona entró que le fué muy gra- ta, y á ella se abalanzó con júbilo, dejándose abrazar y recibiendo varios estrujones. «Tenía ganas de verle, amigo Zárate. Estoy, estamos angustiadísimos. — ¿Pero qué? — dijo el sabio, fingiendo cons- ternación.—¿Todavía no se le puede dar á us- ted la enhorabuena? — Todavía no. Y he mandado venir tres fa- cultativos de punta, eminencias los tres, y al- guno de ellos lo primero del globo terráqueo en clase de comadrones. — ¡Oh! pues no habrá nada que temer. Espe- remos tranquilos el resultado de la ciencia. — ¿Lo cree usted? — dijo Torquemada, ya exá- nime, apoyándose, como un borracho á quien falta el suelo, en las paredes del pasillo. — Confío en la ciencia. ¿Pero acaso el lance 13 194 B. PÉREZ GALDÓS se presenta dificultoso? Será que la familia se asusta sin motivo. ¿Está la paciente en el pri- mer período? ¿Y el vástago se presenta por el vértice ó por la pelvis? — ¿Qué dice usted? — ¿Y no han pénsado en traer un aparato muy usado en Alemania, la sella obstelricalis? —¿Cállese usted, hombre... ¿A qué obedecen esos aparatos? Dios quiera que todo sea por lo natural, como en las mujeres pobres, que se des- pachan sin ayuda de facultativos. — Pero rara vez, Sr. D. Francisco, se verifica una bupna parturición sin auxilio de mujeres prácticas, vulgo comadronas, que en Grecia se llamaban omfalotomisr fíjese usted, y en Eoma obstetrices.» No había concluido de soltar estos termina- chos, cuando sintieron tumulto en el interior de la casa, pasos precipitadcs, voces. Algo estu- pendo sucedía; más no era fácil colegir de pron- to si era bueno ó malo. D. Francisco se quedó como un difunto, sin atreverse á indagar por sí mismo. Zárate dió algunos pasos hacia la sala; pero aún no había llegado á ella, cuando oyeron claramente decir: «Ya, ya...» V :"-' \ XIV ' ' — ¿Qué es? por las barbas del Santísimo Cris- to— gritó Torquemada escupiendo las palabras. — Ya, ya — repetían los criados corriendo. Sus TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 195 alegres semblantes divulgaban h buena no- ticia.» iT en la puerta del gabinete, á donde corrió como exhalación, encontróse D. Francisco opri- mido entre unos brazos de hierro. Eran los de Cruz, que en su alegría loca le besó en ambos carrillos, diciendo: «Varón, varón. —¡Si no podía equivocarme!— exclamó el ta- caño, sintiendo más apretado el nudo que en su garganta tenía. — Varón... quiero verle... medias annatas... ¡Oh! la ciencia... Biblias... Valentín, Fidela... Bien por las tres eminencias.» Cruz no le dejó entrar en la alcoba. Había que aguardar un momentito. «¿Y qué tal...? robusto como un toro...— aña- dió el venturoso padre, que sin saber cómo fué arrastrado á la sala, y allí le abrazaron multi- tud de personas, soltándole y recibiéndole como una pelota, y llenándole la cara de babas.— Gra- cias, señores..., agradezco sus manifestaciones... San Eloy... la ciencia... tres primeras espadas de la Medicina. Gracias mil... estimando... No me ha cogido de nuevas... Ya sabía yo que había de ser... del sexo masculino, vulgo macho... Dispen- sarme, no sé lo que digo... Ea, Pinto, quiero convidar á todo el mundo. Vete á la taberna y que traigan unas copas de Cariñena. . ¡Qué dis- parate...! No sé lo que digo... La -sacra Biblia empastada y champañ... Señores, mil y mil gra- cias, por su actitud de simpatía y... beneplácito. Estoy muy contento... Seré Mecenas de todo el mundo... Que traigan peleón, digo Jerez... Bien 196 B. PÉREZ G ALDOS sabía yo el resultado de la peripecia... Lo cal- culé. Yo todo lo calculo... Querido Zárate venga otro abrazo. ¡La ciencia...! Lo... or á la ciencia. Pero lo dicho: no se necesitaban tantos docto- res. Ha sido un parto meramente natural y espon- táneo, por decirlo asi. Somos felices... Sí señora, felices... enteramente; tiene usted razón, ente- ramente...» Entró á felicitar á su esposa. Después de ha- cerle much'os cariños, y de echar un vistazo al crío cuando le estaban lavando, volvió á salir, radiante. «Es el mismo, el propio Valentín— dijo á Ru- finita, volviendo á abrazarla. — ¡Cuánto me quie- re Dios! ¡Él me lo quitó; El me lo vuelve á dar! Designios que no saben más de cuatro; pero yo sí... Ahora, lo que nos vendría muy bien es que se largara toda esta gente. — Pero si vienen más. Se llenará toda la casa.» Y otra vez en la sala, oyó, entre el coro de felicitaciones, comentarios de la extraordinaria coincidencia de que el hijo de Torquemada na- ciese en la fecha del Nacimiento del Hijo de Dios. «\hí verán ustedes... Los designios, los altos designios... —Feliz Noche Buena, Sr. D. Francisco, él hombre grande, el hombre de la suerte, el niño mimado del Altísimo...» No se olvidó, con tanto incienso, de ir á reci- bir la felicitación de Rafael, el cual hubo de re- cibirle con fría cordialidad, congratulándose de TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 197 que su hermana hubiera dado 4 luz felizmente; más no hizo mención del nuevo sér, que había venido á perpetuar la dinastía. Esto le supo muy mal á D. Francisco, que con altanero ademán y sonora voz le dijo: «Varón, Rafael, varón, para que tu casa y todita tu nobleza de antaño, más vieja que las barbas del Padre Eterno, tenga re- presentación en los siglos venideros y futuros. Supongo que te alegrarás.» El ciego afirmó con la cabeza, sin pronunciar una palabra. Morentín había pasado á la sala, confundiéndose con los del coro de alabanzas y felicitaciones. Creyó muy del caso la goberna- dora improvisar una cena para todos los presen- tes, con el doble motivo de celebrar el Naci- miento del Hijo de Dios, y el del sucesor de la casa y estados del Águila- Torquemada. Como la turbación y trajín de aquel día no habían per- mitido pensar en comidas extraordinarias, á las diez andaba de coronilla toda la servidumbre, aprestando la cena, que por la ocasión, la fecha y el lugar en que se celebraba, debía de ser opí- para. No le pareció bien á Torquemada llenar el bu- che á toda la turbamulta, y en su pobre opinión^ se cumplía invitando á los más íntimos, como Donoso, Morentín padre é hijo y Zárate. Pero Cruz, á quien dió conocimiento con cierta timi- dez de su criterio restrictivo en materia de in- vitaciones, le contestó secamente que ya sabía ella lo que reclamaban las circunstancias. Rea- sumiendo: que celebraron allí la Noche Buena, 198 B. PÉREZ GALDÓS en improvisado banquete, comiendo y bebiendo como fieras, según dicho de Torquemada, unas cuarenta y cinco personas largas, es decir, unas cincuenta personas, en cifra redonda. Tuvo el buen acuerdo el amo de la casa de no beber champagne, sino en dosis homeopática, y gracias á esta precaución se portó como un caballero,, no dejando salir de sus autorizados labios nin- guna inconveniencia, y hablando con todos el lenguaje fino y grave, que á su carácter y po- sición social correspondía. Menudearon los brin- dis en prosa y verso de madrugada ya, y Zára- te concluyó por tratar de tú á D. Francisco, profetizándole que sería el dueño de toda la tie- rra, y que bajo su imperio se resolvería el pro- blema de la aerostación, y s 3 cortarían todos los itsmos para mayor fraternidad entre los mares, y se unirían todos los continentes por medio de puentes giratorios... Brindaron otro por el Mar- quesado de San Eloy, que muy pronto adquiri- ría mayor lustre con la grandeza de España de primera clase, y no faltó quien pidiese á los se- ñores de Torquemada, con el debido respeto, que diesen un gran baile, el día de Reyes, para cele- brar el fausto suceso. * Cuando se fueron los comensales, D. Francis- co no se podía tener de cansancio, la cabeza como un farol, y los espíritus algo caídos. El sol de su alegría se nublaba con la consideración del enorme gasto de aquella cena, y de los que vendrían a renglón seguido, pues la tirana había invitado, para toda la semana siguiente hasta TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 199 Año nuevo, á los allí presentes aquella noche, üistriouyenaoies en tandas de á doce cada día. «A este paso — pensó Torquemada,— esto será un Lhardy, y yo el calzonazos por excelencia.» Acostóse ya cerca del día con la mitad del alma gozosa, la otra mitad agitada por zozobras te- rribles. ¿Sería broma, aquello del gran baile, ó lo dirían en serio? Cruz, al oirlo, se había reído; pero sin protestar, como habría protestado él, si se atreviera. Esto y los doce convidados dia- rios le quitaron el sueño, porque la otra mi- tad del alma, la risueña y retozona, también se mostraba rebelde al descanso. Levantóse sin ha- ber dormido, y lo primero que se echó á la cara fué un par de tarascas, en quienes al punto re- conoció los caracteres zoológicos del ama de cría. «¡Hola! — dijo dirigiéndose á ellas, — ¿qué tal estamos de leche?» Cruz las había hecho venir previamente de la Montaña, dando el encargo á un médico amigo suyo. Eran dos soberbios animales de lactancia, escogidos entre lo mejor, morenas, de pelo ne- gro y abundante, los ubres muy pronunciados, y los andares resueltos. Mientras el tacaño visi- taba á su esposa y al crío, Cruz estuvo tratando con aquel par de reses, y con los montaraces al- deanos que las acompañaban. «¿Cuál ha escogido usted? — preguntóle des- pués D. Francisco, que de todo quería enterarse. —¿Cómo cuál? Usted está en babia, señor mío. Las dos. Una fija, y otra de suplente por si la primera se indispone. 200 B. PÉREZ GALDÓS — ¡Dos amas, dos!— exclamó él bárbaro con los pelos todos de su cabeza y bigote erizados como los de un cepillo. — Si un ama, una sola, es el azote de Dios sobre una casa, dos... ayúdeme us- ted á sentir, dos... son lo mismo que si se abriera la tierra y nos tragara. —De poco se asusta usted... ¿Y así mira por la crianza de ese bendito pimpollo que Dios le ha dado? — ¡Pero para qué necesita mi pimpollo dos amas, Cristo, re-Cristo! ¡Cuatro pechos, Señor de mi vida, cuatro pechos...! ¡Y yo que no tuve ninguno de madre, pues me criaron con una cabra! —Por eso siempre tira usted al monte. —Pero vamos á ver, Crucita. Seamos justos... ¿Quién ha visto usted que tenga dos amas? — ¿Que quién he visto...? Los Reyes, el Rey... — ¿Y acaso somos nosotros testas coronadas, por decirlo asi? ¿Soy yo por casualidad Rey, Em- perador, ni aun de comedia, con corona de cartón? — No es usted Rey; pero su representación su nombre exigen propósitos y actos de reale- za... No, no me río. Sé lo que digo. Entramos en un período nuevo. Ya tiene usted sucesión, ya tiene usted heredero, Príncipe de Asturias... — Dale con que soy...» Y no pudo decir más, porque la ira le encen- día la sangre, congestionándole. Sentado en el comedor se entretuvo en morderse las uñas, mientras le traían el chocolate. Viéndole de tan TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 201 mal temple, Cruz se compadeció ¡de él, y quiso explicarle la razón de aquel nuevo período de grandezas en que entraba la familia. Pero don Francisco no escuchaba más razones que las de su avaricia. Nunca sintió en su alma tan fuerte prurito de rebeldía, ni tanta cortedad para llevarla del pensamiento á la práctica. Por- que la fascinación que Cruz ejercía sobre él era mayor y mas irresistible después del nacimien- to de Valentín. Ya se comprende que éste le ser- vía á la tirana de la casa para solidificar su im- perio y hacerlo invulnerable contra toda clase de insurrecciones. El pobre tacaño gemía, pasan- do de la taza al estómago su chocolate, y como Cruz le incitara á manifestar su pensamiento, quiso el hombre hablar, y las palabras se nega- ban á salir de sus labios. Intentó traer á ellos los términos groseramente expresivos que usar so- lía en su vida libre; tan sólo acudían á su boca conceptos y vocablos finos, el lenguaje de aque- lla esclavitud opulenta en que se consumía, cons- treñido por un carácter que encadenaba todas las fierezas del suyo. «No digo nada, señora — murmuró. — Pero así no podemos seguir... Usted verá... Yo soy Ineco- nomía por excelencia^ y usted el despilfarro per- sonificado... Tres médicos, dos amas... gran bai- le... convites diarios... medias annatas... Total, que pululan los gastos. —Los que pululan son los mezquinos pensa- mientos de usted. ¿Qué supone todo eso para sus enormes ingresos? ¿Cree que yo aumentaría el 202 B. PÉREZ GALDÓS gasto si viera que sus ganancias mermaban lo más mínimo?... ¿Tan mal le ha ido bajo mi di- rección y gobierno? Pues aún han de venir días más gloriosos, amigo mío... ¿Pero qué tiene us- ted?... ¿qué le pasa?» El tacaño lloraba, sin duda porque se le atra- gantó la última sopa de chocolate. TERCERA PARTE I Entró el ano nuevo con buena sombra. Diría- se que los Santos Reyes le habían traído al ta- caño cuantos bienes del orden material puede imaginar la fantasía del más ambicioso- Llovía el dinero sobre su cabeza; apenas tenía manos para cogerlo; por añadidura, hasta se sacó, á me- dias con Taramundi, el premio gordo de la Lo- tería de fin de Diciembre, y ningún negocio de los emprendidos por él solo ó en comandita de- jaba de fructificar con lozanos rendimientos. Nunca fué la suerte más loca, ni reparó menos en el desorden con que reparte sus dádivas. Atribuíanlo algunos á diabólicas artes, y otros á designios de Dios, precursores de alguna ca- tástrofe; y si eran muchos los que le envidiaban, no faltaba quien le mirase con supersticioso te- mor, como un sér en cuya naturaleza alentaba infernal espíritu. Infinidad de personas quisie- ron confiarle sus intereses, con la esperanza de verlos aumentados en corto tiempo; pero él na consentía en manejar fondos de nadie, con ex- 204 B. PÉREZ GALDÓS cepción de tres ó cuatro familias de mucha in- timidad. Pero si, en la esfera de los negocios, motivos tenía para reventar de satisfacción, en la pro- piamente doméstica no pasaba lo mismo, y el hombre, desde la entrada de año, se veía devo- rado por intensas melancolías. Los gastos de la casa eran ya como de príncipes: aumento de ser- vidumbre de ambos sexos; libreas; otro coche, uno exclusivamente destinado á la señora y al ama con el niño; comidas de doce y catorce cu- biertos; reforma de mueblaje; plantas vivas de gran coste para decorado de las habitaciones; abono en la Comedia, además del del Real; enor- mísimo lujo de trajes para el ama, que salía he- cha una emperatriz á estilo pasiego, con más corales sobre su corpacho que pelos tenía en la cabeza. De Valentinico no se diga: á los pocos días de nacido, ya tenía en su Debe más gasto y de ropa que su papá en los cincuenta y pico de años que contaba. Encajes riquísimos, sedas, ho- landas y franelas de lo más fino componían su ajuar, no menos lujoso que el de un Rey. Y á estas superfluidades, el usurero no podía oponer- so, porque sus últimas energías estaban agota- das, y delante de Cruz no se atrevía ni á respi- rar; á tal grado llegaba, en el mievo orden de co- sas, el predominio de la tirana. El día de la Epifanía hubo jjran comida, y por la noche recepción solemne, á que asistieron por centenares las personas de viso. Ya no se ca- bía en la casa, y fué preciso convertir el billar TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 205 en salón, decorándolo con tapices, cayo valor habría bastado para mantener á dos docenas de familias por algunos años. Verdad que tuvo don Francisco la satisfación de ver en su casa minis- tros de la Corona, senadores y diputados, mucha gente titulada, generales y hasta hombres cien- tíficos, sin que faltaran bardos, y algún chico de la prensa, por lo cual decía para su sayo el Mar- qués de San Eloy¡: «Si buena ínsula me das, buenos azotes me cuesta.» El licenciado Juan de Madrid describía con pluma de ave de paraí- so el espléndido sarao,^ concluyendo por pedir con relamidas expresiones que se repitiera. A propósito de él, hicieron los Romeros un chiste, que corrió por toda la sociedad haciendo reir á cuantos le oían. Dijeron que el amo de la casa no pudo asistir porque... había ido á esperar los Beyes. Transcurrieron los meses de invierno sin más novedad que algunas indisposiciones de Valen- tinico, propias de la edad. Verdaderamente la criatura no parecía de cepa saludable, y algunos íntimos no ocultaban su opinión poco favorable á la robustez del heredero de la corona. Pero se guardaban muy bien de manifestarla, desde que ocurrió un desagradable incidente entre don Francisco y su yerno Quevedito. Hallábase éste una mañana hablando con Cruz de si la leche del ama era ó no superior, de la complexión ra- quítica del niño, y desembuchando con sinceri- dad médica todo lo que pensaba, se dejó decir: «El chico es un fenómeno. ¿Ha reparado usted 206 B. PÉREZ GALDÓS el tamaño de la cabeza, y aquellas orejas que le cuelgan como las de una liebre? Pues no han ad- quirido las piernas su conformación natural, y si vive, que yo lo dudo, será patizambo. Me equivocaré mucho, si no tenemos un marquesito de San. Eloy perfectamente idiota. — ¿De modo que usted cree...? — Creo y afirmo que el fenómeno...» Don Francisco, que en aquellos tiempos había adquirido la costumbre de escuchar tras de las puertas y cortinas, espiando las ideas de su cu- ñada para prevenirse contra ellas, sorprendió aquel breve diálogo al amparo de un portier, y al oir repetida la palabra fenómeno, no tuvo cal- ma para contenerse, entró, de un salto abalan- zóse al pescuezo del joven facultativo, y apre- tándoselo con la sana intención de estrangular- le, gritaba: «¿Con que mi hijo es fenómeno?... ¡Ladrón, matasanos! El fenómeno eres tú, que tienes el alma patizamba, y comida de envidia... ¡Idiota mi hijo!... Te ahogo para que no vuelvas á decirlo.» Con gran trabajo pudo Cruz quitársele de entre las manos, y calmar su furia. «No digo más que la verdad — murmuró Quevedito, rojo como un pimiento, arreglándo- se el cuello de la camisa, que destrocaron las uñas de su suegro. — La verdad científica por en- cima de todo. Por respeto á esta señora no le trato á usted como merece. Adiós. — Vete de mi casa, y no vuelvas más á ella. jDecir que es fenómeno!... La cabeza grande, TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 207 sí... toda llena de talento macho... El idiota y el orejudo eres tú, y tu mujer otra idiota. ¿Apos- tamos á que la desheredo? — Cálmese, amigo D. Francisco — le dijo Cruz colgándosele del brazo, porque quería correr tras de su yerno, y echarle otra vez la zarpa. — ¡Oh! sí, señora... tiene usted razón... — re- plicó dejándose caer sin aliento en una silla.— Le he tratado muy á lo bruto. ¡Pero mire, usted que decir...! — No decía más sino que el niño está enca- nijadlo.,. Lo de fenómeno es una broma... , — ¿Broma?... Pues que vuelva, y me diga que es broma, y le perdonaré. —Ya se ha ido. — Fíjese usted en que Rufina no ve con bue- nos ojos al hijo varón. Naturalmente, antes de casarme yo, pensaba la niña que todo iba á ser para ella cuando yo cerraso la pestaña, y no crea usted, se puso de uñas conmigo á raíz de mi casamiento. ¡Ah, es de lo más egoísta esa mocosa! Yo no sé á quién sale. ¿Le parece á us- ted que la prohiba el venir acá? — ¡Oh, no! ¡Pobrecilla!» No le costó poco trabajo á la tirana quitarle de la cabeza estas ideas. Al principio, por no contrariarle abiertamente en todas las cosas, no insistió mucho; pero pasados unos días, no dejó de la mano el asunto hasta conseguir que á los expulsados hija y yerno, se les abriesen de nue- vo las puertas de la casa. Volvió, en efecto, Ru- fina; mas Quevedito cortó relaciones con su 208 B. PÉREZ GALDÓS suegro, y por no dar su brazo á torcer en la cuestión facultativa, seguía sosteniendo que el chico era un caso teratológico. Los negocios, que en aquellos meses consu- mían á Torquemaia lo mejor de su tiempo, na le impidieron dedicar algunos ratos, por la no- che, á la obra magna de su progresiva ilustra- ción. En su despacho solía leer alguna obra buena, la Historia de España^ por ejemplo, que á su juicio era el indispensable cimiento del sa- ber, y consagraba algunos ratos á la compul- sión de Diccionarios y Enciclopedias, en las cua- les veía satisfechas sus dudas sin tener que re- currir á Zárate, que le mareaba con su vertigi- nosa ciencia. Con esto, y con redoblar su aten- ción cuando oía hablar á personas eruditas, se fué afinando en estilo y lenguaje hasta el punto de que, en aquella tercera fase de su evolución social, no era fácil reconocer en él al hombre de la fase primera ó embrionaria. Hablaba con me- diana corrección, huyendo de los conceptos afec- tados ó que transcendiesen á sabiduría pegadi- za, y de fijo que si su enseñanza no hubiera em- pezado tan tarde, habría llegado á ser un rival de Donoso en la expresión fina y adecuada. ¡Lás- tima que la evolución no le hubiese cogido á los treinta años! Aun así, no había perdido el tiem- po. Haciendo su propia crítica, y dejando á un lado la modestia, que en los monólogos no vie- ne al caso, se decía: «Hablo muchísimo mejor que el Marqués de Taramundi, que á cada mo- mento suelta una simpleza.» TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 209 Al propio tiempo su facha parecía otra. Per- sonas había, de las que le conocieron en la calle de San Blas y en casa de doña Lupe, que no le creían el mismo. La costumbre de la buena ropa, el trato constante con gente de buena educación, habíanle dado un barniz, con el cual las apariencias desvirtuaban la realidad. Sólo en los arrebatos de ira, asomaba la oreja, y enton- ces, eso sí, era el tío de marras, tan villanesco en las palabras como en las acciones. Pero con exquisito esmero evitaba toda ocasión de enco- lerizarse, para no perder el coram vobis ante per- sonas á quienes, por propia conveniencia, que- ría considerar. Sus éxitos en el mundo eran ex- traordinarios, casi casi milagrosos. Muchos que en la primera fase de la evolución se burlaban de él, respetábanle ya, teniéndole por hombre de excepcional cacumen para los negocios, en lo cual no iban descaminados, y de tal modo fas- cinaba á ciertas personas el brillo del oro, que casi por hombre extraordinario le tenían, y con- ceptos que en otra boca habrían sido gansadas, en la suya eran lindezas y donaires. El Marquesado, si al principio se le despega- ba un poco, como al Santo Cristo un par de pis- tolas, luego se le iba incrustando, por decirlo así, en la persona, en los modales, hasta en la ropa, y la costumbre hizo lo demás. Lo que aún faltaba para la completa adaptación del título á su catadura plebeya, hízolo el criterio compa- rativo del público, pues éste fácilmente se ex- plicaba que tal cabeza ciñese corona, toda vez 14 210 B. PÉREZ GALDÓS que otras, tan villanas por dentro y por fuera, se la encasquetaban, por herencia ó real mer- ced, no más airosamente que el antiguo presta- mista. II Sin necesidad de que nos lo cuente el Licen- cenciado Juan de Madrid, ni otro ningún cro- nista de salones, sabemos que á los tres ó cuatro meses de su alumbramiento, estaba la señora de Torquemada hermosísima, como si una rápida crisis fisiológica hubiera dado á su marchita be- lleza nueva y pujante savia, haciéndola florecer con todo el esplendor y la frescura de Mayo. Mejoró de color, cambiando la transparencia opalina en tono caliente de fruta velluda que empieza á madurar; sus ojos adquirieron brillo, viveza su mirada, prontitud sus movimientos, y en el orden moral, si menos visible, no era menos efectiva la transmutación, trocándose lentamente en gravedad el mimo, y en juicio sereno la imaginatividad traviesa. Vivía consa- grada al heredero de San Eloy, que si en los primeros días no era para su madre más que una viva muñeca, á quien había que lavar, vestir y zarandear, andando los meses vino á ser lo que ordena la Naturaleza, el dueño de todos sus afectos, y el objeto sagrado en que se emplean las funciones más serias y hermosas de la mujer. De cómo desempeñaba Fidela su misión de ma- TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 211 el deforme y cacoquimio soy yo; y en este- caso...» Un golpecito en la puerta cortó su divaga- ción. Era Fidela con el nene en brazos: «Aquí hay una visita — dijo,— un caballero que pre- gunta si está visible, el Sr. D. Rafaelito... ¿Se- puede pasar? Adelante, hijo. Dile que vienes muy enfadado, pero muy enfadado, porque no ha ido á verte hoy. — Ahora mismo pensaba ir — replicó el ciego, animándose. — Vamos. Dame la mano.» Condújole Fidela á su cuarto, donde entabla- ron una larga conversación que acaloraba ella con su vivaz ingenio, y él enfriaba con su tris- teza mortecina. Contendían en el terreno de la palabra, él arrojando plomo, su hermana azo- gue. El diálogo tan pronto se arrastraba lángui- do, como corría presuroso, informando ideas di- ferentes. Más de una vez quiso Fidela poner el chiquillo en brazos de su hermano; pero Rafael se opuso temeroso, según dijo, de que se le ca- yera. Cuando Valentinico apenas contaba un mes, gustaba su tío de hacer el niñero: le cogía en brazos, le zarandeaba, decíale mil extrava- gancias, y no le soltaba hasta que el nene, fro- tándose los ojos con sus puños cerrados, ó rom- piendo en chillidos, pedía pasar á otras manos. Mas transcurrido algún tiempo, Rafael empezó á sentir hacia su sobrinito una brutal aversión, TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 229 que con ningún razonamiento podía dominar- El sentimiento de su impotencia para vencer aquel insano impulso, era tan efectivo y claro en su alma como el del espanto que le causaba. Por suerte, duraba poco; pero en sy. brevedad inapreciable, era lo bastante intenso para oca- sionarle un padecer horrible, agravado por la lucha que había de sostener contra sí mismo. Fué tan vivo una tarde el instintivo aborreci- miento á la criatura, que por apartarla de sí con prontitud para evitar un acto de barbarie, á punto estuvo de dejarla caer al suelo. «Maximi- na, por Dios, venga usted... — gritó levantándo- se.— Coja usted el niño. Pronto; me voy... Pesa mucho... me cansa... me ahogo...» Y soltando la cría en manos del ama, salió trémulo y jadeante, palpando las paredes y tro- pezando eü los muebles. Imposible apreciar la duración de aquel salvaje arrechucho; pero no hay duda de que era brevísima, y en cuanto pa- saba, sentía ganas ardientes de llorar, se metía en su cuarto y se arrojaba en el sillón, buscan- do la soledad. En ella no podía hacer otra cosa que analizar minuciosamente aquél fenómeno -extraño, indagar su origen, y determinar las formas en que se manifestaba. Y mejor lo cono- cía por la observación retrospectiva de su alma, que en el momento de sufrir el ataque relámpa- go de confusión y azoramiento, en que el tre- mendo impulso destructor se confundía con el pánico de la conciencia, aterrada del crimen. «La causa de esto — se decía, con sinceridad de 230 B. PÉREZ G ALDOS filósofo solitario, — no puede ser otra que un terrible acceso de envidia... Sí, esto es; me ha r acido en el alma como un tumor. ¡Envidia del pequeñuelo, porque mis hemanas le quieren más que á mí! Puedo decirlo claro, en las sole- dades íntimas de la conciencia. Naturalmente, el niño es la esperanza de la casa, las grandezas posibles del mañana, y yo soy un pasado cadu- co, inútil, muerto... ¿Pero cómo ha nacido en mi alma sentimiento tan vil..., y tan nuevo en mí, Señor, porque jamás sentí envidia de nadie? ¿Y en qué consiste que la envidia se me quita de re- pente, y vuelvo á querer al chiquillo...? No, no> no se me quita, no. Cuando me pasa el arrechu- cho, siempre me queda una cierta hostilidad contra el muñeco ese, y si es verdad que me ins- pira lástima, también lo es que deseo que se muera. Analicemos bien. ¿Alguna vez he desea- do que viva? (Pausa.) Qué sé yo. Pocas habrán sido, y mis recuerdos de éste y el otro momen- to me dicen que por lo común pienso que ese desdichado engendro estaría mejor en la Gloria, ó en él Limbo... sí señor, en el Limbo. Y otro síntoma que veo en mí es el absoluto convenci- miento de que Dios ha hecho muy mal en man - darle acá, como no haya venido para castigo del bárbaro, y para amargar los últimos años de su vida. Sea lo que quiera, el tal Valentinico,.., me lo diré claro, como debo decirme las cosas á mí mismo, en el confesonario de la conciencia, que es como ponerse de rodillas ante Dios y descu- brirle toda nuestra alma..., el tal Valentinico me TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 231 carga... Eeconozco que allá nos vamos él y yo candor infantil. Yo discurro, él no; pero am- bos somos igualmente niños. Si yo, siendo como soy, estuviese ahora mandandó, y tuviera mi nodriza correspondiente, no sería más hombre que él, aunque pegado á la teta revolviera en mi cabeza todas las filosofías del mundo. (Pau- sa.) ¿Por qué me causa profunda irritación el ver que mis hermanas no viven más que para él, y se preocupan de la ropita, de la teta, de si duerme ó no, como si de ello dependiera la suer- te de toda la humanidad? ¿Por qué, cuando oigo que le miman y le cantan y le saltan en brazos, rabio interiormente porque no me hagan á mí lo mismo? Esto es infantil, Señor; pero es como me lo digo, y no puedo remediarlo. Me confieso toda la verdad, sin omitir nada, y al hacerlo así, siento alivio, el único alivio posible (Pausa larguísima. Abstracción.) «Porque yo no sé lo que me pasa, ni cómo empieza el endiablado ataque. Estalla de súbito como un explosivo. Me invade todo el sistema nervioso en menos tiempo del que empleo en decirlo. Si el ataque me coge con mi sobrinito en brazos, necesito echarme con la voluntad einturones de bronce para no dejarme caer so- bre el pobre niño y ahogarle bajo mi cuerpo. O bien me da la idea de lanzarle contra la pared con la fuerza terrible que en mí se desarrolla. Una tarde llegué á ponerle mi mano en el cuello; lo abarqué fácilmente, porque no está gordo que digamos el príncipe de Asturias; apreté un po- 232 B. PÉREZ GALDÓS quitín, nada más que un poquitín. Le salvaron los gemidos que dio, y aquella ilusión que tuve... alucinación de oirle decir: «Tío, no me...» Fué un segundo espantoso. Mi conciencia venció... por nada, por la milésima parte del grueso de un pelo, que érala distancia que me separaba del crimen. Me temo que otra vez mi voluntad no llegue al punto crítico, y venza el impulso, y resulte que cuando me entero del acto de bar- barie, ya está consumado y no lo puedo reme- diar. Yo lo siento, lo sentiré mucho; me moriré de vergüenza, de terror... Y cuando nos encon- tremos él y yo en el Limbo, víctima y verdugo, nos reiremos de nuestras discordias de por acá... ¡Cuánta miseria, cuánta pequenez, qué estúpi- do combatir por quién es más! «Valentín — le diré,— ¿te acuerdas de cuando te maté porque no me hacía gracia que fueras más que yo? ¿Ver- dad que tú, allá en los albores de tu voluntad, querías anonadarme á mí, y me tirabas de los pelos con intención de hacerme daño? No me lo niegues. Tú eras muy malo; la sangre villana de tu padre no podía desmentirse. Si hubieras vivido, habrías sido el vengador de los Aguilas deshonrados, y habrías dado tortura á tu madre, que hizo mal, muy mal en ser madre tuya. Re- conócelo: mi hermana no debió casarse con el bruto de tu papá, ni yo debí ser tu tío. Y admi- tido que el casamiento tenía que efectuarse, no debiste nacer tú, no señor. Fuiste un absurdo, un error de la Naturaleza... (Pausa.) Y también te digo que la noche que naciste, tuve yo unos TORQUEMADA EN EL PURGATORIO 223 celos terribles, y cuando tu padre se acercó á mí para decirme que te había dado Ja gana de nacer, poco me faltó para llenarle de injurias..., Con que ya ves... Y ahora estamos iguales tú y yo. Ninguno de los dos es más que el otro, y #mbos nos pasamos la eternidad en esta forma impalpable, divagando por espacios grises sin término, sin más distracción que describir cur- vas, ni más juguete que nosotros mismos rasgan- do en medio del caos las masas de luz espesa...» V Su hermana Cruz solía sacarle de estos éxtasis dolorosos con el golpe seco de su razonamiento positivo. Poniendo en su lenguaje una de cari- ño y otra de severidad, le calmaba. Una tarde, hallándose Rafael con Zárate en el gabinete, fue bruscamente atacado de su arrechucho. Había puesto el ama en sus brazos á Valentín dormido, para ir en busca de unas piezas de ropa al apo- sento contiguo, y lo mismo fué sentir el peso del tierno infante, que se le descompuso la fiso- nomía, temblaron sus labios, como atacado de mortal frío, encendióse su rostro, se le contraje- ron los brazos. # «Zárate, demonio de Zárate, ¿dónde estás?... Por amor de Dios... — clamaba con voz ronca. — Toma el niño, cógele, hombre, cógele pronto... (**) El orador, Mn dejar de hablar, dice para sí: cVoy onuy bien. Paréceme que me estoy luciendo. {Qué siento